“LOS ESTADOS DEBERÍAN, PERO NO LE METEN NI UN CENTAVO A LA CIENCIA”
La ONU declaró 2009 como el Año Internacional de la Astronomía. José Franco, entonces director del Instituto de Astronomía de la UNAM, se propuso abrir una pequeña puerta a la ciencia, a la que no somos tan reacios como parecemos.
Se montaron grandes carpas en las explanadas universitarias, done se enseñaba a manipular y reparar telescopios. Miles de entusiastas miraron la noche de las estrellas desde allí. El cielo de nuestros antepasados fue observado desde 26 ciudades del México antiguo. Teotihuacán y Xochicalco se llenaron de telescopios.
El año pasado, Franco organizó otro evento, éste para recuperar un derecho que nos tiene sin cuidado: el derecho al cielo oscuro. Junto a la UNESCO, el investigador intercedió por la visión de científicos y humanistas, y por la nuestra; a las generaciones del presente y del futuro se nos niega un derecho más: ver el cielo. Y abogó también por la necesidad de los profesionales de la astrofísica de mantener el cielo despejado, libre de la más sutil de las contaminaciones, la lumínica, de cuyo impacto sobre el ser humano se sabe cada vez más: el reposo y la salud requieren de oscuridad. El exceso de luz lo padecen también las otras especies.
-¿Cuándo has visto el cielo desde la ciudad? -Nunca, le respondo. Es imposible. Festejamos si acaso vemos la luna brillar alguna noche.
“Si no ves las estrellas, menos la vía láctea. En la observación del cielo tenemos una riqueza extraviada; por eso hay un derecho que recuperar. Hay que bajarle a la contaminación lumínica porque además implica un desperdicio terrible de recursos (porque gran cantidad de luz se proyecta hacia el cielo y no hacia el suelo, como debiera) y porque se suma, y rebota, en la contaminación atmosférica”.
José Franco es hijo de una zapoteca del Istmo –hermosa, como la describe, con su vestido de tehuana y unas trenzas maravillosas–, y de un policía mexiquense, ambos inquietos pero empeñados en que sus hijos, los que tuvieron en común y por separado, recibieran educación de primera.
Franco creció en la colonia Guerrero, hasta que un camión que cargaba vidrio lo atropelló en su calle. Se rompió la clavícula, dos costillas y el hueso ilíaco. Quedó inmovilizado un mes y le tomó un tiempo volver a caminar. Su madre prefirió evitar riesgos y lo mandó a vivir con la abuela a Ixtepec. “Jugábamos en el Río de los Perros; arrancábamos de los árboles chicozapotes, guanábanas y mangos”.
Tres años duró esa grata vida. Su padre le consiguió becas para estudiar en escuelas privadas de la ciudad. Al terminar la secundaria, harto de la educación religiosa y de las escuelas para varones, tomó su propio rumbo y se inscribió en la Prepa 4.
De niño, leía Los Supersabios, una historieta sobre tres científicos aficionados que enfrentaban al villano Solomillo, y lo derrotaban mediante geniales inventos y poderosas herramientas matemáticas. Los Supersabios forjaron temprano su vocación. “La física, las matemáticas y la filosofía me parecían materias atractivas, misteriosas e intrigantes”.
El siguiente paso fue la Facultad de Ciencias, donde estudió física. La sufrió por las distracciones propias de la juventud, y porque desde entonces formaba parte de un grupo de rock. Franco era el más joven de la banda. Tocaba la guitarra, el requinto, el bajo y cantaba. Lo apartaron de la música el ambiente viciado y la imposibilidad de componer porque los productores mexicanos sólo querían reproducir los éxitos de los grupos ingleses y norteamericanos.
Aquello lo hizo un alumno irregular y disperso, “hasta que decidí terminar la carrera de una vez por todas. Entonces volví a disfrutar la física, sobre todo la teoría, y la astrofísica”.
Entró al Instituto de Astronomía como ayudante de investigador y dos años después se fue a Wisconsin. “El posgrado fue muy demandante. Mordí el suelo como muchos otros”, pero recuperó el aliento musical con Latinoamericana, un grupo formado por un mexicano que tocaba charango, un colombiano que hacía flautas, una violinista chicana y una estadounidense con una voz preciosa que también tocaba el piano. Estaban en su apogeo la revolución sandinista y los movimientos de solidaridad. Latinoamericana era muy popular.
Después de fusionar su trabajo de investigación y su pasión por la música, Franco se doctoró en física –fue el primero en su generación. Aunque le lanzaron varios anzuelos en Estados Unidos, volvió al Instituto de Astronomía como investigador titular y acabó dirigiéndolo por dos periodos. Después fue presidente de la Academia Mexicana de Ciencias y, simultáneamente, director general de Divulgación de la Ciencia de la UNAM. Mientras estaba al frente de la Academia, ocupó la coordinación general en el Foro Consultivo Científico y Tecnológico, un organismo asesor en ciencia y tecnología del Conacyt y del Congreso de la Unión, que impulsa y participa en proyectos de investigación científica y desarrollo tecnológico, cuya mesa directiva está compuesta por 17 representantes de instituciones y tres individuos.
Transcurre el segundo periodo de Franco al frente del Foro Consultivo. En el primero, dividió a la mesa directiva en tres coordinaciones, una a la que pertenecen todas las academias, otra que agrupa a las instituciones de educación superior y la última, que agrupa a las cámaras empresariales.
“Hemos aclarado qué se requiere en este país y por qué es tan corta la inversión en ciencia y tecnología. Uno de los principales mitos es que el financiamiento tiene que venir necesariamente del gobierno federal. Los estados deberían invertir, ¡pero no le meten ni un centavo! Tampoco invierten las áreas productivas en ciencia y tecnología, por eso compramos todos los insumos del extranjero; nuestra falta de inventiva y de estímulo al diseño nacional nos ha hecho brutalmente dependientes”.
La música es vital para él, tanto como las estrellas. José Franco es el bajo y la voz de Carbono XIV, una banda de rock clásico.
Si no ves las estrellas, menos la vía láctea. En la observación del cielo tenemos una riqueza extraviada; por eso hay un derecho que recuperar”