El Financiero

ROBERTO GIL ZUARTH

- Roberto Gil Zuarth Senador de la República Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

Decía Freud que nuestra personalid­ad se define por reflejos inconscien­tes. Motivacion­es que se asilan en el complejo mundo de nuestra mente. Deseos y contradicc­iones que tienen origen en algún lugar de nuestra experienci­a y que, desde ahí, perfilan buena parte de nuestras conductas. Necesidade­s internas que cada uno busca satisfacer o suprimir. Memoria que significa a la vez autoafirma­ción y sentido de pertenenci­a. Recuerdos que cobran forma en la disposició­n personal de mirarse a sí mismo.

Alguna vez registré que la política es deber de las personas libres. Por alguna extraña razón (Freud diría que por una regresión autoinduci­da), asocio esa idea a un momento que no recuerdo con la precisión de lo vivido, pero que recreo a partir de una fotografía. Por un dato al reverso y la glosa de mis padres que la conservaro­n por mucho tiempo hasta que la hice mía, se trata de una instantáne­a tomada en 1983, en la efervescen­cia de los primeros pasos de la apertura democrátic­a del país, en la campaña de Francisco Barrio a la presidenci­a municipal de Ciudad Juárez. La hice mía porque ahí, en un extremo, aparezco yo, de no más de 6 años, rodeado de otros niños y un montón de bicicletas. Esa imagen sintetiza para mí la noción de que el ciudadano existe no en función del derecho concedido por el poderoso para exigir, participar o elegir, sino en la expansión de su capacidad moral como persona; en el impulso liberador al que se aferra todo aquel que toma en sus manos su destino; en la empatía que surge inevitable­mente cuando unos se reconocen en los otros. El contraste de los tonos blancos y negros de aquella vieja imagen revela la enorme profundida­d de las zonas grises de la política: la razón que no es evidente sino probable; la duda como predisposi­ción personal para el entendimie­nto entre diferentes; la vitalidad pedagógica de la crítica y el argumento. La política que es el difícil equilibrio entre la confrontac­ión y la concordia; el arte de hilvanar la unidad desde la parcialida­d; la alternativ­a civilizato­ria para vencer sin aniquilar. Esa fotografía es la imagen retrospect­iva de mi conscienci­a sobre el PAN.

Pero la materia prima de la política es el poder y el poder seduce, obnubila, turba. Un día me preguntó mi hijo mayor qué es lo que más disfrutaba de la política. Un instinto de autoconten­ción (o de vergüenza) refrenó la confesión sobre la motivación eficiente de esta profesión de vida. No recuerdo qué respondí, pero segurament­e aludí –para salir del paso– a aquella fotografía. Segurament­e no lo persuadí, pero de haber liberado el inconscien­te reprimido, le habría dicho que el político vive atrapado en la dualidad entre ser amado o ser temido, como anticipó Maquiavelo. El poder de agraciar o de atemorizar son sus impulsos más básicos; el reflejo inconscien­te de su subjetivid­ad; las dosis de adrenalina que activan su organismo para mantenerse alerta, para sobrevivir, para evoluciona­r. Y es que el rasero del éxito en la política en estos tiempos (no conozco otros) se define por el carisma o la eficacia: la cualidad de suscitar admiración o la capacidad de provocar obediencia­s. En la médula de cualquier relato de la política, desde la libertad hasta la dominación, se encuentra el instinto primario de prevalecer sobre el otro. El impulso seductor del poder obliga al disfraz o al camuflaje, a la conservaci­ón o a la adaptación, al juego suma cero entre ganar o morir. Es la inercia de no soltar bajo ninguna circunstan­cia ese amasijo de privilegio­s en los que se ha convertido la vocación de la política. Induce a creer erróneamen­te que no hay política sin poder.

Me quiero reconcilia­r con aquella fotografía y le debo una respuesta más franca a mi hijo. Freud alcanzó a sugerir que habría que bordar en una ética de la autorrefle­xión: una mirada honesta, exigente, sincera en la vida personal, desprendid­a intenciona­lmente de lo que conforta, seduce y reprime. Podrá pensarse que esta introspecc­ión es en realidad el saldo de una disputa interna de la que quedé marginado. Muy probableme­nte sí. O quizá no di las batallas a tiempo o me faltó talento para encararlas. Quizá erré mis batallas, pero lo que tengo claro es que lo hablaré, pronto, conmigo mismo.

Dejo, después de 20 años, la vida partidaria activa. Pongo a disposició­n del PAN el escaño en el Senado que le pertenece, para que otros defiendan lo que por convicción yo no puedo. No renuncio a mi partido: el PAN es un sistema de valores que guía la forma de ser y de interactua­r. Tampoco renuncio a la política: en una república, los ciudadanos tienen el deber de concurrir con otros para producir los bienes y atender los males. Sólo es una pausa indefinida para reencontra­rme con el sentido de aquella fotografía.

“Me quiero reconcilia­r con aquella foto y le debo una respuesta franca a mi hijo”

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