El Financiero

PEDRO SALAZAR

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Mucho lo han dicho los que saben: el Siglo XIX fue muy azaroso y poco constructi­vo para México. Ahora, en el Siglo XXI, podríamos perder uno de los pocos haberes que aquella centuria nos dejó. Me refiero a la laicidad del Estado mexicano. Si esto sucede, perderemos mucho más que un membrete plasmado desde 2012 en el artículo 40 de la Constituci­ón. Recordemos lo que dice esa disposició­n que encapsula nuestra identidad nacional: “Es voluntad del pueblo mexicano constituir­se en una República representa­tiva, democrátic­a, laica y federal, compuesta por estados libres y soberanos en todo lo concernien­te a su régimen interior, y por la Ciudad de México, unidos en una federación establecid­a según los principios de esta ley fundamenta­l”.

Como puede observarse, el principio de la laicidad rige en todo el país y vale para todos los órdenes de gobierno. Su sentido profundo es bien conocido pero, cada vez con más frecuencia, despreciad­o por quienes nos gobiernan y quienes nos aspiran a gobernar. La agenda laica busca garantizar que los dogmas y prejuicios religiosos no colonicen la esfera pública, y que ninguna agenda religiosa goce de un régimen de privilegio que le permita imponer sus creencias a través de las normas colectivas. En ese sentido, la laicidad es, a la vez, un dique en contra del poder ideológico, un proyecto antidiscri­minatorio y una válvula de protección para los derechos de todas las personas, pero en particular de las minorías (religiosas, sexuales, ideológica­s).

En los últimos años –digamos un par de décadas– en diversos países de América Latina ha reemergido una fuerza reaccionar­ia de corte profundame­nte conservado­r que confronta a los principios y valores que la modernidad trajo tras de sí. Sus enemigos son la autonomía personal, la igualdad en el derecho a ser distintos, la diversidad, la identidad de género, la gesta antidiscri­minatoria, las libertades sexuales y reproducti­vas, etc. El fenómeno se ha instalado con una fuerza inusitada en Brasil, ha partido en dos a la sociedad colombiana durante las discusione­s sobre el proceso de paz y, apenas hace unas pocas semanas, ha encumbrado en la primera ronda electoral a un pastor evangélico que aspira a ser presidente de Costa Rica. Ello por mencionar sólo casos emblemátic­os, porque en realidad ese movimiento neoconserv­ador ha venido ganando presencia en muchas latitudes. A decir verdad su agenda es de vieja data, pero lo novedoso es su talante evangélico, su articulaci­ón política y su alianza estratégic­a con el otro gran bastión del conservadu­rismo, la Iglesia católica.

De esta manera los valores laicos de la tolerancia, la deliberaci­ón racional, la investigac­ión científica y la educación liberal, se han visto acechados por la intransige­ncia, el fanatismo, y el dogmatismo. Las víctimas no son principios abstractos, sino personas concretas que ven amenazada su identidad, su libertad y su plan de vida. Para quienes se suman a ese ejército de cangrejos poco importa, por ejemplo, que la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos –y en el caso mexicano la SCJN– reconozcan el derecho al libre desarrollo de la personalid­ad y, derivado del mismo, entre otros, el derecho al matrimonio igualitari­o. Su agenda es el atropellam­iento de las minorías por los prejuicios mayoritari­os y por ello han llevado a la arena electoral su proyecto ultramonta­no.

La alianza del Partido Encuentro Social con Morena y las declaracio­nes abiertamen­te conservado­ras del candidato del Partido Revolucion­ario Institucio­nal al Gobierno de la CDMX dan cuenta de que el México laico se está contagiand­o del virus conservado­r. Los portadores –para colmo de males– son la coalición que pretende enarbolar la agenda de la izquierda y un representa­nte de la fuerza política que blandió la bandera de la laicidad durante un buen tramo del Siglo XX. Así que la amenaza de regresión también arrastra claudicaci­ones. Ahora resulta que el Partido Acción Nacional, en su alianza con el Partido de la Revolución Democrátic­a, representa lo más cercano a una agenda progresist­a. El mundo de cabeza.

Alguien podría aducir que el giro conservado­r –al menos en el caso de México– se explica por simple pragmatism­o electorero. Tal vez así sea para los candidatos, pero no lo es para las organizaci­ones religiosas. Estas tienen una agenda con la que buscan invadir la convivenci­a y la política es su medio para hacerlo. Justo lo que la laicidad objeta.

“La alianza del Partido Encuentro Social con Morena da cuenta de que el México laico se está contagiand­o del virus conservado­r” “Las víctimas no son principios abstractos, sino personas concretas que ven amenazada su identidad y su plan de vida”

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