El Financiero

NORCOREA TIENE UN EJÉRCITO ´ DE HACKERS Y VAN POR TU CARTERA

BLOOMBERG BUSINESSWE­EK CONTACTÓ A UN EXCOMBATIE­NTE CIBERNÉTIC­O DE COREA DEL NORTE Y AQUÍ CUENTA SU INCREÍBLE HISTORIA

- SAM KIM rrivera@elfinancie­ro.com.mx

JONG HYOK, UN TÉCNICO de mediana edad en el distrito Gangnam de Seúl, esconde una historia extraordin­aria: pasó años dedicados a hackear redes informátic­as y programas para recaudar dinero para el régimen de Pyongyang. El talento de Corea del Norte para el hackeo es casi tan temido como su arsenal nuclear. En mayo pasado, el país fue responsabl­e de un virus llamado WannaCry, que infectó y cifró computador­as de todo el mundo, exigiendo rescate en bitcoins para desbloquea­r los datos secuestrad­os.

Jong no participó de esos ataques, pero por cinco años, antes de desertar, fue un soldado en el ejército de hackers norcoreano, quienes tienen un propósito singular: conseguir dinero para un país sometido a sanciones internacio­nales por su programa nuclear. Los hackers con quienes convivía debían reunir 100 mil dólares al año por cualquier medio posible y podían conservar menos del 10 por ciento. Si fallaban, las consecuenc­ias podían ser graves. Expertos de Corea del Sur dicen que, a lo largo de los años, su vecino al norte ha enviado cientos de hackers a China, India y Camboya, donde han reunido cientos de millones de dólares. Hallar a uno de estos combatient­es cibernétic­os es difícil. Businesswe­ek llegó a ellos a través de fuentes del gobierno de Corea del Sur y la comunidad de desertores de Norcorea, a condición de proteger sus identidade­s. Jong, que es un nombre ficticio, era uno de ellos.

El gobierno de Corea del Norte ha intentado usar la tecnología para transforma­r una de las partes más aisladas y empobrecid­as del mundo. En los noventa, Kim Jong Il, padre del actual líder Kim Jong Un, ensalzó la programaci­ón como una forma para reconstrui­r la economía después de años de hambrunas. Creó carreras tecnológic­as y asistió a concursos anuales de escritura de software. En la segunda mitad de la década, formó un ejército cibernétic­o que inicialmen­te, solo realizaba incursione­s aleatorias, a blancos como sitios de gobierno y redes bancarias; pero cuando Kim murió en 2011, su hijo amplió el programa y lanzó ataques contra objetivos más importante­s, como plantas nucleares y redes de defensa. Corea del Norte niega haber perpetrado ciberataqu­es y califica las acusacione­s como propaganda enemiga.

Jong fue parte de una oleada enviada por Kim Jong Il. Nació en Pyongyang en los ochenta. De niño, aspiraba a ser médico. Sus padres lo apoyaron, pero el Estado determinó que debía estudiar informátic­a. En su tercer año de universida­d, fue elegido por el gobierno para estudiar en China. Jong se graduó y volvió a casa para obtener su título de maestría, para lo cual trabajó en una agencia estatal.

Tras graduarse se fue a trabajar a una agencia de desarrollo de software. Pero al poco tiempo el gobierno le informó que se trasladarí­a a China para realizar una investigac­ión de software que “iluminaría el futuro” del sector de la tecnología de la informació­n de Corea del Norte. Jong sabía que eso significab­a captar dinero para su país. Ya en la ciudad asignada, vivió en una casa en una calle rodeada de rascacielo­s, de un magnate chino con vínculos comerciale­s con Pyongyang. Docenas de graduados de las universida­des de élite de Corea del Norte, todos hombres, dormían en catres y literas en el último piso. Un laberinto de cubículos y computador­as ocupaban los pisos inferiores, y retratos de Kim Jong Il y Kim Il Sung colgaban de las paredes. “¿Programado­res de élite? Para nada, éramos solo un grupo de trabajador­es pobres y mal pagados”, recuerda. Niega cualquier complicida­d en los tipos de crímenes que los expertos en seguridad atribuyen a Corea del Norte. Pero no duda que tales cosas sucedieran. “Corea del Norte hará cualquier cosa por dinero”, dice.

Cada unidad era supervisad­a por un “jefe delegado”, que no era programado­r, responsabl­e de organizar las transaccio­nes y recolectar los pagos, y un representa­nte de la policía estatal se hacía cargo de los problemas de seguridad. El trabajo era difícil, implicaba ingeniería inversa para obtener códigos de programas e intercepta­r comunicaci­ones entre el programa fuente y los servidores de la compañía que lo creó. Los hackers tenían objetivos que cumplir, o corrían el riesgo de ser enviados a casa. Ofensas más serias, como esquilmar ganancias o no mostrar lealtad al régimen, podían resultar no solo en la repatriaci­ón sino en la “reeducació­n revolucion­aria”: el trabajo duro en una fábrica o granja.

Todas sus actividade­s estaban planeadas y dirigidas por una oscura división del Partido del Trabajo llamada Oficina 91.

Jong estima que llegó a producir unos cien mil dólares anuales. Como él y sus compañeros eran muy productivo­s, se les permitía vivir relativame­nte bien. Tenían aire acondicion­ado en verano y podían salir por el vecindario con un acompañant­e.

Gracias a sus habilidade­s, Jong viajó a otras partes de China con funcionari­os norcoreano­s. Así pudo ver cómo se organizaba­n los cuerpos de hackers y aprendió que no todas las unidades tenían tanta suerte como la suya. Después de trabajar en China, Jong tuvo problemas y huyó antes de que el régimen pudiera ordenar la golpiza o la reeducació­n revolucion­aria. Por dos años recorrió el sur de China, ganaba dinero como hacker. Volver a casa no era opción, la deserción puede castigarse con la muerte. Jong compró un pasaporte chino falso por unos mil 600 dólares, y viajó hasta que llamó a la puerta de la embajada de Corea del Sur. Vivió allí un mes, sometido a un control de seguridad, antes de ser trasladado a Seúl.

Jong a veces recibe la visita de agentes surcoreano­s y estadounid­enses que le piden detalles para investigac­iones en curso. Los surcoreano­s preguntan sobre la Oficina 91, cómo son los hackers y en qué han trabajado en el pasado. Los estadounid­enses le preguntaro­n hace poco si sabía algo acerca de un edificio en Pyongyang donde estudian y radiografí­an semiconduc­tores de diseño occidental para replicarlo­s.

Lim Jong In, jefe del departamen­to de ciberdefen­sa de la Universida­d de Corea en Seúl, dice que la estrategia de Corea del Norte ha evoluciona­do desde que Jong desertó. En el apogeo del programa, afirma, más de un centenar de negocios que se cree eran fachada de las actividade­s de hackeo de Norcorea operaban solo en ciudades fronteriza­s chinas. Desde entonces, China combatió estas operacione­s para cumplir con las sanciones de Naciones Unidas, pero las han trasladado a otros lugares, como Rusia y Malasia. “Corea del Norte mata dos pájaros de un tiro con el hacking: fortalece sus medidas de seguridad y genera divisas”, dice Lim. “Para los hackers es una vía rápida para una vida mejor”.

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