El primogénito de Jiquilpan
Es un día de 1937 o del mitológico 38. Francisco J. Múgica, ex seminarista y entonces secretario de Comunicaciones del gobierno federal, y José Lázaro Cárdenas del Río (nacido en mayo de 1895), presidente de la República, pasean por las orillas del lago de Pátzcuaro. Según Ricardo Pérez Monfort habían tenido una reunión de trabajo con campesinos o trabajadores de esa bella zona de Michoacán, estado en el que ambos habían nacido. En un momento de silencios compartidos, esa forma de charla que produce pláticas, Múgica, uno de los hombres más cercanos a Cárdenas, interrumpe la reflexión:
-¿Se da cuenta, general, que de no haber sido por la Revolución, yo probablemente sería un simple maestro de escuela y usted un humilde rebocero? Cárdenas, que tenía buenos reflejos, responde: -Tiene razón, general, resulta increíble lo que un proceso de tanta violencia y tanta conmoción social pudo hacer por nosotros.
Pérez Montfort cuenta el relato en una ambiciosa empresa editorial: la biografía de Lázaro Cárdenas, cuyo primer tomo salió hace unas semanas a las librerías bajo el sello de Debate. Ningún presidente de la República –salvo el emblemático Benito Juárez– ha percutido tanto en la emoción social como él. Pero, por asombroso que parezca, no había sido afortunado de tener una biografía digna de su peso histórico. Pérez Monfort, con testimonios, documentos y apuntes del mismo general, se ha empeñado en buscar al hombre entre las marañas del estadista.
El 80 aniversario de la nacionalización de la industria petrolera es un buen pretexto para quitar la envoltura maniquea que cubre la imagen de un hombre fundamental en el mundo antes de la Segunda Guerra Mundial. “Precisamente –escribe el autor– por tratarse de un hombre cuya historia ha estado plagada de solemnidades, de dimensiones ejemplares y heroicas, de declaraciones y de testimonios trascendentes, de panegíricos y críticas, inmiscuirse en su vida personal y privada ha sido una tarea ardua que ha generado poco detalle y cierta especulación”.
Agrega que mucho ha quedado en el chisme y en la acusación banal y poco ha trascendido las fronteras de lo ceremonioso y adusto. Por eso, subraya, se le ha llamado la Esfinge de Jiquilpan. Algo de estatua sigue prevaleciendo en la forma en que los mexicanos evocan al presidente que enfrentó las terribles olas del fascismo europeo. Cárdenas, entre 1934 y 40, es testigo de primer orden del huracán que producirá un conflicto de 50 millones de muertos.
“Para comprender a un sujeto actuante en la historia”, apunta el autor, “y especialmente en el México y el mundo de los primeros tres cuartos del siglo, es necesario insertarlo cabalmente en medio de los aconteceres más relevantes que le rodean”. Puede ser que el ritual petrolero sea un cadáver exquisito, pero (y sobre todo) ante la crisis de ideas políticas brillantes en el México actual, la figura de Cárdenas cobra dimensiones perturbadoras.