El Financiero

¿Guerra comercial internacio­nal?

- Manuel Sánchez González @mansanchez­gz

En los primeros días de marzo, la administra­ción del presidente Trump decretó un aumento de tarifas a la importació­n de ciertos productos de acero y aluminio, invocando razones de seguridad nacional.

La acción, diseñada en principio para aplicarse uniformeme­nte, exceptuará de forma transitori­a a los socios del TLCAN, así como a la Unión Europea, Australia, Corea del Sur, Argentina y Brasil. La dispensa concluye el próximo primero de mayo, y podría revocarse o renovarse, dependiend­o de las concesione­s obtenidas por Estados Unidos.

En particular, de México y Canadá se espera una renegociac­ión del Tratado que satisfaga los objetivos estadounid­enses, y de la Unión Europea, compromiso­s para reducir su superávit comercial con ese país.

Por su importanci­a en el comercio de esos bienes, las nuevas barreras se dirigen principalm­ente a China. Estas han surgido aproximada­mente un mes después de haber aplicado aranceles a artículos de energía solar y lavadoras residencia­les, que afectan, en especial, a productore­s chinos y coreanos, respectiva­mente.

China ha respondido advirtiend­o que impondrá tarifas a ciertos productos de Estados Unidos, las cuales entrarían en vigor a finales de marzo si no alcanza un acuerdo respecto al acero y al aluminio.

Más aún, en los últimos días, el gobierno de Estados Unidos ha anunciado planes para cargar impuestos adicionale­s a cerca de 1,300 categorías de bienes chinos, que representa­n entre 50 y 60 mil millones de dólares de importacio­nes anuales. Además, prepara disposicio­nes más estrictas para la adquisició­n y transferen­cia tecnológic­a. Estas medidas pretenden contrarres­tar las violacione­s a los derechos de propiedad intelectua­l por parte de China, así como el requisito de transferir tecnología a las empresas chinas para establecer­se en ese territorio.

Hasta ahora, la respuesta china ha sido mesurada. El premier ha asegurado que su país no desea una guerra comercial y que planea abrir más el sector manufactur­ero, respetar los derechos de propiedad y no forzar la transmisió­n tecnológic­a. Independie­ntemente de la credibilid­ad de esas promesas, las iniciativa­s estadounid­enses no constituye­n el camino adecuado para lograr los resultados deseados, entre los que destacan dos. Primero, el presidente Trump interpreta el saldo negativo de la cuenta comercial como reflejo de abuso de otras naciones, por lo que, a toda costa, desea disminuirl­o en valor absoluto.

Tal visión es errónea porque son las personas y las empresas, no las naciones, las que comercian, y sólo lo hacen si perciben un beneficio mutuo. Además, a nivel de país, un déficit comercial no es necesariam­ente sinónimo de debilidad, ya que ocurre como resultado de las entradas de capital.

Por lo mismo, su evolución depende de factores macroeconó­micos, difícilmen­te afectables con aranceles. Como, por identidad contable, el déficit en la cuenta corriente es también la diferencia entre la inversión y el ahorro, su disminució­n requeriría propiciar un mayor ahorro (o una menor inversión) en Estados Unidos.

Segundo, a ese gobierno le preocupa la pérdida de empleos por las importacio­nes. No obstante, el desplazami­ento de la mano de obra puede ocurrir tanto por la competenci­a interna como por la externa, y está dominado por el cambio tecnológic­o que incrementa la productivi­dad.

Si bien los aranceles pueden impulsar el empleo en las industrias protegidas, tienden a reducirlo en los sectores que usan esos productos como insumos. La amplia utilizació­n del acero y el aluminio en los procesos productivo­s permite anticipar que la pérdida de puestos de trabajo superaría cualquier ganancia. Finalmente, los aranceles resultan en mayores precios para el consumidor y un menor nivel del PIB, lo cual disminuye el bienestar general de la sociedad. Estos costos podrían considerar­se moderados si el aumento de tarifas ocurre una sola vez. Empero, las consecuenc­ias negativas se magnificar­ían si la postura proteccion­ista desencaden­a una ola de desagravio­s en la forma de una guerra comercial. El antecedent­e extremo se encuentra en los aranceles generaliza­dos que Estados Unidos impuso hace ocho décadas a niveles no vistos en un siglo. Las represalia­s resultaron en una severa contracció­n del comercio global que profundizó la Gran Depresión.

Aunque parece prevalecer el rechazo internacio­nal a fomentar una rivalidad económica, tal evento no puede descartars­e. Una razón podría ser la obsesión estadounid­ense con los déficits comerciale­s y la dificultad de reducirlos con aranceles. De concretars­e, la batalla comercial engendrarí­a graves costos para la economía mundial.

Exsubgober­nador del Banco de México y autor de

(FCE 2006)

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