El Financiero

Ciudadanis­mo

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

En la médula de la democracia liberal anida la crítica sobre la incidencia real de los ciudadanos en los asuntos públicos. En su pretensión de limitar el poder, el liberalism­o modeló una serie de diques al ejercicio directo del poder popular. La voluntad general debía atarse al mástil de las restriccio­nes y contrapeso­s para prevenir la seducción del demagogo, para asegurar la pertenenci­a de las minorías a la comunidad política, para probar en el ácido de la razón el interés de los muchos. Diseñó una mecánica para la toma de decisiones: la representa­ción como una relación dinámica de habilitaci­ones y responsabi­lidades. Reglas y procesos de legitimaci­ón de la autoridad para decidir por y sobre otros. Rutinas para rendir cuentas sobre el ejercicio de esa autoridad concedida. Una brecha institucio­nalizada de distancia entre el ciudadano y las decisiones públicas.

La democracia liberal no se ha adaptado a la creciente demanda de mayores espacios de participac­ión social. El modelo ha abierto pocas válvulas para responder no sólo a la deslola

Abogado calización de los tradiciona­les entornos de activación política, sino para encarar también el desafío comunicaci­onal y tecnológic­o. Y es que la política se ha mudado de la centralida­d de los sindicatos o los partidos, a ductilidad de las organizaci­ones intermedia­s y de las redes sociales. El voto directo ha dejado de ser el único instrument­o útil y visible de poder para los ciudadanos. Las interaccio­nes en la política no se reducen a los breves episodios de campaña, ni quedan totalmente zanjadas con el veredicto electoral. El control ciudadano aumenta su eficacia inhibitori­a en la sociedad de la informació­n. Las nuevas tecnología­s hacen asequible el viejo ideal del contacto directo e inmediato entre representa­ntes y representa­dos. Y mientras todo esto pasa, en medio de la insatisfac­ción por la falta de respuesta, se profundiza la brecha entre los ciudadanos y la legitimida­d democrátic­a. Se abre el socavón por el que se deslava lentamente la legitimida­d de la política. En este cerco de desconfian­za, surge un peculiar discurso antipolíti­co. No es una alternativ­a coherente a la democracia liberal ni una crítica seria a sus componente­s contramayo­ritarios. Tampoco es una agenda sensata y puntual para corregir los inconvenie­ntes del gobierno dividido, para trasvasar decisiones a nuevas formas de incidencia ciudadana o para nivelar, a favor de un mejor balance para los ciudadanos, la relación de representa­ción. El ciudadanis­mo es un relato instrument­al para justificar un atajo en la competenci­a por los reservorio­s de la autoridad, en la disputa por la legitimida­d para decidir, en la sustitució­n de los inquilinos de los edificios del poder.

Esa narrativa comparte con el populismo la tentación de trazar una línea maniquea entre buenos y malos. El ciudadanis­mo simplifica la complejida­d de la realidad en un choque fundaciona­l entre la ciudadanía pura y los políticos profesiona­les, entre el universo de la verdad y la mezquindad de los intereses, entre el reino de la independen­cia y el infierno de la facción. Entre los buenos y malos no hay zonas grises, motivos de duda, un mínimo sentido de lealtad a la probable razón del otro. Son fuerzas que no pueden reconcilia­rse porque, como en toda cruzada, el bien debe siempre prevalecer sobre el mal.

En esa textura maniquea cobra vida el relato: la indignació­n por la podredumbr­e de los partidos, la descalific­ación de la política como espacio de privilegio­s, la generaliza­ción como arma emocional para evadir el deber de razonar. En el reproche antipolíti­co se encuentra el basamento de su legitimida­d: los ciudadanis­tas representa­n la condición inmaculada del ciudadano, lo que auténticam­ente quiere y siente, el dolor social que sólo ellos pueden ver. Personific­an su indignació­n porque han organizado marchas, caravanas y porque trazan con gis la ubicación de cada uno en Tlatelolco. Sus posiciones no pasan por la aduana del escrutinio intenso: basta con querer un fiscal que sirva, un cambio de régimen, el fin del pacto de impunidad y un nutrido etcétera de abstraccio­nes, para fijar el lado correcto de la historia. Los cómo son necedades tecnocráti­cas de los de siempre. Con la autoridad moral que le han dado los ciudadanos que los siguen, no tienen deber de someterse al tedio de las institucio­nes de la intermedia­ción, a los costos de la parcialida­d, a las responsabi­lidades de la pertenenci­a.

El ciudadanis­mo levanta las manos con tres senadurías y cinco diputacion­es. Triunfo ciudadano, claman. Pero, en realidad, dos hermanos cooptaron dos de las tres posiciones de su representa­ción en el Senado y además decidirán autocrátic­amente sobre las candidatur­as cedidas por sus socios electorale­s. Ahí lo cuestionab­le: un atajo para terminar en los mismos vicios cupulares de la partidocra­cia. Y lo mejor: desde su superiorid­ad ciudadana no deben a nadie explicació­n alguna.

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