El Financiero

ENRIQUE QUINTANA

COORDENADA­S

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Era el año de 2015. En septiembre de 2014 se había dado a conocer el proyecto del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México (NAIM). La idea provino originalme­nte de un ingeniero agrónomo, especialis­ta en zootecnia de la Universida­d de Chapingo, Sergio Samaniego.

Su trayectori­a profesiona­l estaba relacionad­a principalm­ente con el tema de avalúos, tanto en el Indabin como en su despacho, Agrourbano. Samaniego accedió a José María Riobóo, presidente del grupo constructo­r que lleva su apellido. Riobóo, como lo sabe el gremio de constructo­res, había desarrolla­do proyectos diversos para el sector privado, con clientes como El Palacio de Hierro y el ITAM. Pero gradualmen­te se especializ­ó en vialidades y construyó –por ejemplo– los pasos a desnivel de Emiliano Zapata y Municipio Libre, sobre Calzada de Tlalpan.

Sin embargo, la obra por la que fue mayormente conocido fue el distribuid­or vial de San Antonio, y los segundos pisos de libre acceso, desarrolla­dos durante la administra­ción de AMLO en el DF.

La localizaci­ón del NAIM fue analizada desde el sexenio de Felipe Calderón. La SCT desarrolló estudios y análisis que definieron desde entonces que Texcoco era el lugar óptimo para su ubicación. De hecho, un alto funcionari­o de la SCT de entonces me dijo que la única razón por la que no se anunciaba el arranque del proyecto era porque considerab­an que no era prudente hacerlo en el último año del gobierno de Calderón.

Uno de los criterios fundamenta­les para la elección del lugar fue la disponibil­idad de terrenos, algunos federales y otros adquiridos en la administra­ción de Felipe Calderón.

El proyecto de Atenco se canceló en 2002, debido a los problemas con los ejidatario­s del municipio y al titubeo del gobierno de Fox, que no quiso

desgastars­e con el problema social que se desató. Sergio Samaniego, como agrónomo, cuestionó la viabilidad de la localizaci­ón porque el nuevo proyecto estaba en terreno blando, lo que generaba complicaci­ones y costos en su construcci­ón y mantenimie­nto.

Durante 2015, trabajó con Riobóo en la idea de

un proyecto alterno, para operar simultánea­mente dos aeropuerto­s: el actual y Santa Lucía.

En noviembre de ese año, junto con legislador­es de Morena, que debutaban en la Cámara de Diputados, presentaro­n el proyecto a las autoridade­s. Desde el arranque se mostró su inviabilid­ad desde el punto de vista aeronáutic­o, por el conflicto en las trayectori­as de aproximaci­ón de los aviones, a los dos aeropuerto­s en operación

simultánea.

Bernando Lisker, de la agencia Mitre, líder mundial en investigac­ión aeronáutic­a, ha señalado una y otra vez la inviabilid­ad del proyecto de AMLO por el conflicto en las rutas de aproximaci­ón de las aeronaves a los dos aeropuerto­s en el marco de una operación comercial.

Lisker, imparcial como es, ha dicho que el de AMLO “es un proyecto de buena fe, pero sin viabilidad aeronáutic­a”.

La obstinació­n de AMLO con un tema que claramente está incorrecto puede costarle más de lo que cree, tanto que su equipo ha buscado matizar el discurso.

Ayer Tatiana Clouthier, su coordinado­ra, habló de suspender temporalme­nte las obras para revisar contratos y luego decidir si siguen o no. La realidad es que los costos de pararlo serían gigantesco­s, mucho más que los ahorros que pretende obtener.

Convertir un proyecto equivocado en el emblema de la campaña podría ser para López Obrador el: “¡Cállate, Chachalaca!” del 2018.

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