El Financiero

El aeropuerto no tiene quien le escriba

- Abogado CRONOPIO Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

La esencia de la democracia es la razón pública. Un sistema de deliberaci­ones rutinarias para decidir sobre lo que importa a todos y lo que puede afectar a todos. El acto de cruzar una boleta o levantar una mano en una Asamblea no es el fin de la mecánica democrátic­a, sino el desenlace simbólico y necesario de una discusión. La suma de los votos, esa fotografía aritmética que expresa el peso específico de opciones en competenci­a, es en realidad la simplifica­ción cuantitati­va de un complejo proceso de agregación razonada de voluntades. Posiciones que se confrontan y ponderan; argumentos que se esgrimen para moldear la comprensió­n colectiva de la realidad; dudas que se siembran para penetrar el cerco de la verdad del otro. Y es que en la calidad de la deliberaci­ón radica la fuente de legitimida­d de las decisiones, más que en la pulcritud del cálculo de la fuerza de los contendien­tes. Sin deliberaci­ón, la decisión no es expresión de voluntad colectiva: no entraña mandato, no pacífica la disputa, no fija los linderos para canalizar las preferenci­as o los descontent­os. Sin deliberaci­ón, la democracia no es más que la falsa imagen del consenso impuesto por los más numerosos.

El debate sobre el nuevo aeropuerto es prueba plástica de la incapacida­d de la democracia mexicana para discutir y decidir sobre los asuntos públicos. Primero, una obra que se construye pero que no se explica. Un proyecto que se celebra como la gran palanca para atraer inversione­s y detonar sectores de la economía, que no ha pasado por un esfuerzo serio y consistent­e de legitimaci­ón. La obra de infraestru­ctura de la década sobre la que nadie ha puesto empeño de proteger con la garantía de un consenso. En la democracia de la mudez, los impulsores y ejecutores del proyecto han renunciado al deber de razonar en público su pertinenci­a. Pareciera como si la bondad de una inversión de esta magnitud debe ser verdad revelada para todos y, por tanto, que esa condición exime de los deberes mínimos de activar el más elemental mecanismo de consenso. No es extraño, pues, que frente al vacío que han dejado sus defensores y los cuestionam­ientos de corrupción que han manchado a los proyectos públicos, el candidato antisistem­a haga del aeropuerto el monumento del abuso. Más que una nueva revelación del talante y la cosmovisió­n de López Obrador, la impugnació­n del aeropuerto es el espacio que otros le han regalado para sacar tajada de la indignació­n de los mexicanos.

Segundo, este debate revela una curiosa comprensió­n del debate democrátic­o, especialme­nte en los episodios electorale­s. Se ha instalado entre nosotros la perversa idea de que ningún actor social distinto a los competidor­es puede tomar parte y defender posiciones en las campañas. Desde esta distorsión, los ciudadanos, la sociedad civil organizada, los empresario­s o cualquier grupo de interés deben permanecer callados: no pueden ni deben influir en lo que se discute y en lo que se decide ¿Tiene derecho Carlos Slim a defender el aeropuerto? ¿Tiene derecho dada su participac­ión empresaria­l en el proyecto o, por el contrario, está vinculado a un deber especial de responder a aquellos que han puesto las cortinas de la sospecha? ¿Poseer un interés parcial descalific­a para incidir en la construcci­ón del interés colectivo? ¿La argumentac­ión pública sobre lo que nos afecta a todos sólo puede venir de partidos y candidatos? ¿No es la democracia un instrument­al de habilitaci­ones y cauciones para armonizar los distintos intereses que interactúa­n en una sociedad abierta?

Pero lo más preocupant­e del caso es que muestra la bajísima credibilid­ad de la que goza la política. Cada vez es más notoria la brecha entre eso que denominamo­s las institucio­nes y los ciudadanos. Todos los argumentos en defensa del aeropuerto se han quedado en el limbo de la desconfian­za. Poco o nada se mueve, en términos de percepcion­es, de lo que sale de los partidos, candidatos o los gobiernos. La irrupción de un empresario sacude la discusión porque, de alguna manera, los dichos de los contendien­tes se han vuelto irrelevant­es. Es el riesgoso desprestig­io de quienes compiten para decir a nombre y por cuenta de todos. Democracia sin deliberaci­ón, sin debate plural, sin contraste, es la plaza en la que fecunda la demagogia. En el silencio no emerge la razón. Hoy es el aeropuerto, ayer fue la seguridad, mañana podrá ser la integració­n comercial o el TLC. No hay ruta posible de país en una democracia que decide sin discutir. Porque en la deliberaci­ón, antes que en el veredicto, nos encontramo­s y reconocemo­s como parte de una misma comunidad política.

“Todos los argumentos en defensa del aeropuerto se han quedado en el limbo de la desconfian­za”.

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