Verdades elementales, para un debate hipotético
No creo ser el único en insistir en que el gobierno, los partidos, los candidatos y las fuerzas vivas, como se decía antaño, asuman lo crucial: las finanzas públicas para el buen desempeño de la economía y el Estado. No todos lo dicen de la misma forma, pero casi todos concuerdan en que sin ese requisito elemental, el Estado no puede cumplir su tarea primigenia que es la de otorgarnos seguridad a sus ciudadanos, súbditos, connacionales o como se les quiera nombrar.
Tampoco somos pocos quienes pensamos que sin inversión pública suficiente y oportuna no habrá la inversión privada necesaria para que el conjunto de la economía tenga un desempeño socialmente satisfactorio. Es decir, un crecimiento que promueva los empleos para los que esperan a las puertas del mercado laboral cada año (y que son más de un millón). También para generar los excedentes mínimos indispensables para sostener los compromisos constitucionales de garantizar los derechos fundamentales, tal y como se consagró en la reforma constitucional de 2011. Podemos convenir en que la economía mixta que se requiere no es la de los años treinta a setenta del siglo pasado pero, por lo pronto, no creo que haya muchos fieles que canten la contracción de la economía abierta y de mercado en la que nos embarcamos desde 1985. Hoy ya muchos, más de los que se piense, están convencidos de que el “modelo” admite diversas combinaciones del Estado con el mercado, la inversión pública con la privada … y que ya es claro que la forma adoptada en los noventas no sólo no rindió los frutos prometidos, sino que abrió la puerta a una situación de cuasi estancamiento, nociva para la estabilidad social y política de la nación.
Si en efecto podemos descubrir y desplegar tal familia de consensos, tendríamos que abrir la discusión sobre las políticas necesarias para poner en movimiento otra trayectoria. Sin acuerdo en lo fundamental, ya lo dijo el jurista y político Mariano Otero, no hay patria por delante. Y no se trata de una hipérbole nacionalista sino de una constatación de las debilidades y vulnerabilidades que rodean nuestra economía política y han acabado por horadar los tejidos básicos de la relación y la cohesión social. Y este es el problema principal.
De estos temas y los aledaños que tienen que ver con la funcionalidad del Estado en una circunstancia tan nueva y adversa como la actual, así como su legitimidad activa, potencialmente movilizadora de la sociedad y reguladora de los movimientos del mercado, tendría que estarse preparando el debate electoral junto con las variadas aristas de la deliberación pública que, a pesar de todo, surgen al calor de la sucesión presidencial.
Nunca es tarde para emprender algo por el estilo, pero el tiempo nos lo come el conflicto puntual, ocasionado, como el que recientemente ha congestionado páginas y ondas hertzianas debido al enfrentamiento entre miembros de la CNTE y militantes de la CTM y partidarios de José Antonio Meade. De eso tendríamos mucho que hablar, si el gobierno actual y de salida no hubiera convertido la reforma educativa en tabla de Moisés. Lo importante, en todo caso, es desterrar sin concesiones a la violencia de la política. Sin duda, la educación tiene que ser protegida por partidos, sindicatos, universidades, medios de información y anexas; mucho tiempo se le ha usado como moneda de trueques oportunistas y gremialistas. Pero, es indispensable reconocer que el mundo educativo es sumamente complejo y heterogéneo, no sólo por sus pobladores sino por quienes frecuentemente lo revisitan en busca de los tesoros que, como dijera el gran político socialista Jacques Delors, esconde la educación.
Con esto no se juega y hoy de nuevo tenemos la oportunidad de configurar un acuerdo sobre el respeto a la educación y sus procesos y ritmos, para hacer de ésta una auténtica e imparable fábrica de conciencias republicanas que al país le urgen. Si entráramos a estas veredas, pronto descubriríamos también el valor productivo, para el desarrollo nacional, que la educación puede y debe tener. Un valor que la mala educación y la peor política corporativa le han negado a la mayoría de la sociedad que reclama más y mucha educación, que tiene que ser laica y pública porque no es de nadie sino de todos. Economía y educación; productividad e innovación; desarrollo e igualdad no están, después de todo, tan distantes como se les quiere pensar.