SOBREVIVIR A LA COCA
Adicto, el autor de El Pericazo Sarniento, narra el impacto del calderonismo en los consumidores de droga en México
Borges sostiene que todos los hombres viven un momento que los cambia para siempre. El de Carlos Velázquez ocurrió en el interior de una tienda de discos, una calurosa tarde en Torreón, Coahuila. Era sólo un niño cuando la portada de Let It Bleed, de los Rolling Stones, se cruzó en su camino. Al verla, se quedó como hechizado. Enseguida supo que quería escapar. A donde fuera. Todo con tal de ya no dormir en el diminuto cuarto con goteras donde dormía con su madre. Carlos recuerda aquella portada con memoria fotográfica. Visitaba Discos Beto sólo para embelesarse en ella. Ni siquiera sabía quiénes eran los Rolling, pero toda esa rebeldía encriptada en un disco ya habitaba en él desde hacía tiempo. Lo único que hicieron sus Satánicas Majestades fue su tarea: sembrar en él, dice, la semilla del mal. Hoy Carlos Velázquez es escritor y cocainómano. En entrevista con El Financiero asegura que la cocaína es el amor de su vida. Y como en cualquier relación amorosa ha habido acercamientos y alejamientos. Promesas, sueños y desilusiones. Su nuevo libro, El Pericazo Sarniento (Cal y Arena), es una suerte de confesionario donde él interpreta al sacerdote y al pecador. En la vida real, su lucha contra la adicción sigue. En las primeras páginas suelta una declaración perturbadora para los más impolutos: “no recuerdo mi primer beso, pero no puedo olvidar la primera vez que compré droga”.
No falta quien afirme que Velázquez es “el Bukowski mexicano”. Pero a él no le gustan las etiquetas: “la visión que se tenga de mí no me interesa en los absoluto”. Tiene seis libros publicados y una narrativa que llama a las cosas por su nombre. Sus verdaderos camaradas no frecuentan ferias de libros. De joven se juntó con drogadictos y toda clase de forajidos. Taxistas, cantineros y dealers fueron la fauna que lo acompañó durante buena parte de su juventud. No faltaron, sin embargo, los compañeros que disfrutaban de un buen libro de Henry Miller o una
maratónica borrachera al vapor de los Manic Street Preachers y los Smahsing Pumpkins. Cuando comenzó a adquirir cierta fama, varios de sus amigos —los que conoció en la calle— dejaron de hablarle, como increpándole: ¿de verdad tú, el niño que vendió chicles, el chavo que robó por una grapa, hoy concede entrevistas? “En el mundo de la adicción es prácticamente imposible encontrar amigos. La droga siempre va a estar primero que cualquier cosa”, comparte. Velázquez cuenta que El Pericazo Sarniento nació a partir de una propuesta que recibió del director de Cal y Arena, Rafael Pérez Gay. “Me pidió que escribiera mis experiencias con la cocaína, pues sabía que ya había contado historias similares en el periódico Frente y en el libro El karma de vivir al norte
(2013)”. El resultado fue un volumen de memorias y crónicas que puso sobre la mesa una pregunta casi ausente en los debates sobre la violencia: ¿cómo cambió la vida de los adictos después de que Felipe Calderón sacara al ejército a las calles en 2006?
La mente de un adicto, asegura, es una eterna dicotomía entre elementalidad y complejidad. Porque el adicto, sostiene, sólo tiene un fin: drogarse. Y puede hacer hasta lo inimaginable para conseguirlo. Sus deseos vuelan hacia un solo lugar, sin peligro de extravíos. Pero la complejidad es inherente al problema. Ejemplifica este caso en el capítulo Smalltown: “fui el único del barrio que no vivía con su padre, lo que me granjeó una cantidad inagotable de bullying. La culpabilidad que experimentaba mi madre era imbatible. Lo deduzco por la colección de figuras de Star Wars que acaudalé. Estaba
rankeado en el tercer lugar de los coleccionistas. Sólo por debajo de dos compas. Este tipo de contrastes, el extremo entre pobreza y posesión, son los que configuran la mente de un adicto. La carencia fortalece el espíritu. Pero el consentimiento le allana el camino a la droga. Si quieres evitar que tu hijo sea un atascado, no lo complazcas”. Radicado en Torreón, Velázquez concede esta entrevista en la Ciudad de México. A simple vista no se presume que se está frente a un adicto al fifí. Una respiración ruidosa y algo inconstante lo delata. Su representante comenta que Carlos quiere visitar a un conductor de la televisión mexicana por cuyas narices han ingresado copiosas cantidades de cocaína. La respuesta de la televisora no fue muy satisfactoria. Las negativas, reconoce el representante, han sido frecuentes en la promoción editorial de este libro. Las drogas siguen siendo un tema tabú en un país que carga con la muerte de más de 230 mil personas a causa del crimen organizado, según datos del Inegi y el SNSP. Desde pequeño, Carlos supo que no quería vivir entre bailes popula- res y pandillas de cholos. El escape ha sido uno de sus grandes móviles. Cuenta que en su casa nunca hubo libros. Su gusto por la lectura nació cuando acabó la preparatoria. Uno de sus títulos de cabecera es
Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Comenzó a escribir en 2003, mucho tiempo después de haber conocido el mundo junkie. Su primer libro de cuentos fue publicado por una editorial estatal. Luego saltó a Tie- rra Adentro. Después, Sexto Piso, con quienes publicó cuatro títulos que hablan sobre lo que él define como “el México maldito, el México de sangre”.
Afirma que la literatura nunca lo ha redimido de nada: “la verdad es que la literatura no te salva de nada, ni de las adicciones. No te salva de vivir como cualquier mexicano: de paga en paga, de quincena en quincena. Escribir es un trabajo extenuante. Y cuando se combina con la adicción es muy extraño, porque el adicto se somete a una lógica similar: debe trabajar diario para sobreponerse a su adicción”.
“El consentimiento le allana el camino a la droga; si quieres evitar que tu hijo sea un atascado, no lo complazcas”