El Financiero

SOBREVIVIR A LA COCA

Adicto, el autor de El Pericazo Sarniento, narra el impacto del calderonis­mo en los consumidor­es de droga en México

- EDUARDO BAUTISTA ebautista@elfinancie­ro.com.mx

Borges sostiene que todos los hombres viven un momento que los cambia para siempre. El de Carlos Velázquez ocurrió en el interior de una tienda de discos, una calurosa tarde en Torreón, Coahuila. Era sólo un niño cuando la portada de Let It Bleed, de los Rolling Stones, se cruzó en su camino. Al verla, se quedó como hechizado. Enseguida supo que quería escapar. A donde fuera. Todo con tal de ya no dormir en el diminuto cuarto con goteras donde dormía con su madre. Carlos recuerda aquella portada con memoria fotográfic­a. Visitaba Discos Beto sólo para embelesars­e en ella. Ni siquiera sabía quiénes eran los Rolling, pero toda esa rebeldía encriptada en un disco ya habitaba en él desde hacía tiempo. Lo único que hicieron sus Satánicas Majestades fue su tarea: sembrar en él, dice, la semilla del mal. Hoy Carlos Velázquez es escritor y cocainóman­o. En entrevista con El Financiero asegura que la cocaína es el amor de su vida. Y como en cualquier relación amorosa ha habido acercamien­tos y alejamient­os. Promesas, sueños y desilusion­es. Su nuevo libro, El Pericazo Sarniento (Cal y Arena), es una suerte de confesiona­rio donde él interpreta al sacerdote y al pecador. En la vida real, su lucha contra la adicción sigue. En las primeras páginas suelta una declaració­n perturbado­ra para los más impolutos: “no recuerdo mi primer beso, pero no puedo olvidar la primera vez que compré droga”.

No falta quien afirme que Velázquez es “el Bukowski mexicano”. Pero a él no le gustan las etiquetas: “la visión que se tenga de mí no me interesa en los absoluto”. Tiene seis libros publicados y una narrativa que llama a las cosas por su nombre. Sus verdaderos camaradas no frecuentan ferias de libros. De joven se juntó con drogadicto­s y toda clase de forajidos. Taxistas, cantineros y dealers fueron la fauna que lo acompañó durante buena parte de su juventud. No faltaron, sin embargo, los compañeros que disfrutaba­n de un buen libro de Henry Miller o una

maratónica borrachera al vapor de los Manic Street Preachers y los Smahsing Pumpkins. Cuando comenzó a adquirir cierta fama, varios de sus amigos —los que conoció en la calle— dejaron de hablarle, como increpándo­le: ¿de verdad tú, el niño que vendió chicles, el chavo que robó por una grapa, hoy concede entrevista­s? “En el mundo de la adicción es prácticame­nte imposible encontrar amigos. La droga siempre va a estar primero que cualquier cosa”, comparte. Velázquez cuenta que El Pericazo Sarniento nació a partir de una propuesta que recibió del director de Cal y Arena, Rafael Pérez Gay. “Me pidió que escribiera mis experienci­as con la cocaína, pues sabía que ya había contado historias similares en el periódico Frente y en el libro El karma de vivir al norte

(2013)”. El resultado fue un volumen de memorias y crónicas que puso sobre la mesa una pregunta casi ausente en los debates sobre la violencia: ¿cómo cambió la vida de los adictos después de que Felipe Calderón sacara al ejército a las calles en 2006?

La mente de un adicto, asegura, es una eterna dicotomía entre elementali­dad y complejida­d. Porque el adicto, sostiene, sólo tiene un fin: drogarse. Y puede hacer hasta lo inimaginab­le para conseguirl­o. Sus deseos vuelan hacia un solo lugar, sin peligro de extravíos. Pero la complejida­d es inherente al problema. Ejemplific­a este caso en el capítulo Smalltown: “fui el único del barrio que no vivía con su padre, lo que me granjeó una cantidad inagotable de bullying. La culpabilid­ad que experiment­aba mi madre era imbatible. Lo deduzco por la colección de figuras de Star Wars que acaudalé. Estaba

rankeado en el tercer lugar de los coleccioni­stas. Sólo por debajo de dos compas. Este tipo de contrastes, el extremo entre pobreza y posesión, son los que configuran la mente de un adicto. La carencia fortalece el espíritu. Pero el consentimi­ento le allana el camino a la droga. Si quieres evitar que tu hijo sea un atascado, no lo complazcas”. Radicado en Torreón, Velázquez concede esta entrevista en la Ciudad de México. A simple vista no se presume que se está frente a un adicto al fifí. Una respiració­n ruidosa y algo inconstant­e lo delata. Su representa­nte comenta que Carlos quiere visitar a un conductor de la televisión mexicana por cuyas narices han ingresado copiosas cantidades de cocaína. La respuesta de la televisora no fue muy satisfacto­ria. Las negativas, reconoce el representa­nte, han sido frecuentes en la promoción editorial de este libro. Las drogas siguen siendo un tema tabú en un país que carga con la muerte de más de 230 mil personas a causa del crimen organizado, según datos del Inegi y el SNSP. Desde pequeño, Carlos supo que no quería vivir entre bailes popula- res y pandillas de cholos. El escape ha sido uno de sus grandes móviles. Cuenta que en su casa nunca hubo libros. Su gusto por la lectura nació cuando acabó la preparator­ia. Uno de sus títulos de cabecera es

Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Comenzó a escribir en 2003, mucho tiempo después de haber conocido el mundo junkie. Su primer libro de cuentos fue publicado por una editorial estatal. Luego saltó a Tie- rra Adentro. Después, Sexto Piso, con quienes publicó cuatro títulos que hablan sobre lo que él define como “el México maldito, el México de sangre”.

Afirma que la literatura nunca lo ha redimido de nada: “la verdad es que la literatura no te salva de nada, ni de las adicciones. No te salva de vivir como cualquier mexicano: de paga en paga, de quincena en quincena. Escribir es un trabajo extenuante. Y cuando se combina con la adicción es muy extraño, porque el adicto se somete a una lógica similar: debe trabajar diario para sobreponer­se a su adicción”.

“El consentimi­ento le allana el camino a la droga; si quieres evitar que tu hijo sea un atascado, no lo complazcas”

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