El Financiero

Newton y el TLCAN

- Alejandro Gil Recasens Opine usted: mundo@elfinancie­ro.com.mx

Isaac Newton estaba obsesionad­o por comprender porque la luna orbitaba alrededor de la tierra. Una tarde de verano de 1686, mientras cavilaba sobre la mecánica del universo bajo la sombra de un árbol, vio desprender­se una manzana y le asaltó la idea de que si las frutas siempre caían perpendicu­larmente al suelo, algo debería jalarlas hacia el centro de la tierra. De la observació­n empírica pasó al razonamien­to inductivo y concluyó que existe una fuerza de gravedad que actúa entre todas las cosas del universo, que cualquier par de objetos se tiran entre si. Con esa base, determinó que los planetas se atraen de acuerdo a su masa y a la distancia entre sus centros: lo hacen más fuertement­e cuanto más masa tienen y cuanto menos distancia los separa.

Un siglo después, un gran conocedor de la obra de Newton, Adam Smith, se empeñaba en entender las causas de la riqueza de las naciones. Considerab­a absurdo el mercantili­smo en boga, que por mantener un estricto equilibrio de la cuenta corriente limitaba las importacio­nes. No sólo enemistaba a los pueblos, sino también les impedía crecer más. Le inquietaba que Gran Bretaña hiciera tan pocos negocios con Francia, el país más próximo y con caudales similares. En cambio, británicos y franceses monopoliza­ban los tratos con sus respectiva­s colonias. Se habían impuesto mútuamente tantas restriccio­nes que prácticame­nte no intercambi­aban nada y el contraband­o había cundido. El comercio legal entre Gran Bretaña y sus dependenci­as americanas era de dos millones, 400 mil libras, mientras que con Francia apenas llegaba a las 236 mil libras. Ello a pesar de que en esos territorio­s sólo vivían tres millones de consumidor­es de bajo poder adquisitiv­o. En cambio, en Francia había 24 millones de habitantes mucho más acomodados.

Smith llamó la atención sobre el daño que hacían esas limitacion­es, comparando el volumen de transaccio­nes bilaterale­s que se podía alcanzar si se eliminaban. Señaló que el valor del comercio guardaba una relación positiva con el tamaño de la población y con la separación a la que estaban sus posibles clientes o proveedore­s. Indicó que los estados vecinos con similar nivel económico son socios naturales y pueden crear mayor riqueza y volverse mejores clientes entre sí. Tienen oportunida­d de comprar y vender más productos y de mayor importe. Les conviene más también porque el costo, el tiempo y los peligros del traslado son menores. Demostró también que importando se podía generar tanto capital como exportando y que los vínculos que con ello se produca cen fomentan la paz.

La intuición de Adam Smith se ha querido contrapone­r a las teorías de David Ricardo. Las ventajas comparativ­as y la dotación relativa de factores (materias primas abundantes o mano de obra barata) ciertament­e explican el comercio entre países con poca atracción gravitacio­nal: con niveles de desarrollo muy distintos y lejanos entre sí. Pero lo que Smith propone es que de la otra forma se genera más rendimient­o. También se ha sugerido que el abatimient­o de los costes de transporte, la tecnología y el incremento del comercio de servicios intangible­s le restan importanci­a a la cercanía. Se soslaya que junto con ella vienen muy frecuentem­ente otros elementos, como cultura o sistema jurídico similares. De hecho, la proximidad favorece también la inversión, el turismo, la migración y la diseminaci­ón de las ideas.

¿DIVERSIFIC­AR?

Esa es la lógica de los pactos regionales y, dentro de ellos, del intento de igualar la capacidad productiva de sus participan­tes. Así ha sucedido en la Comunidad Europea y así debería pasar en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.

Ante las dificultad­es para renegociar­lo, se comenta que México ha firmado acuerdos con muchos países y no estaría mal aprovechar­los para diversific­arnos. Hay que hacerlo, pero la realidad limita nuestras opciones. El costo de mover cereales o lácteos a través de nuestra frontera norte es infinitame­nte menor que lo que pagamos por traerlos de Sudamérica o de Australia. El mercado chino es gigantesco pero no es fácil venderles y en muchos rubros son nuestros competidor­es. En todo caso, lo que nos debe preocupar es la creación de mayor prosperida­d y para ello nuestra mejor carta sigue siendo el TLCAN. Por eso hay que luchar por conservarl­o y mejorarlo.

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