El Financiero

De los grupos

- Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey Opine usted: www.macario.mx @macariomx Macario Schettino

Los cambios originados en nuevas formas de comunicaci­ón parecen ir acompañado­s, siempre, de una fuerte carga emotiva. Muy probableme­nte, porque entender las trans- formacione­s nos es muy difícil, y eso necesariam­ente reduce el papel de la racionalid­ad e incrementa el de las emociones. Entre ellas, la angustia, el miedo, la desolación y el enojo. Justo lo que usted ve ahora por todas partes. El mayor peso de las emociones hunde la racionalid­ad previa. Así pasó con la Reforma, que casi destruyó la racionalid­ad construida en siglos de cristianda­d, la teología. Pasó con el Romanticis­mo, que opacó por unas décadas la Ilustració­n. Y en la última ocasión, el Totalitari­smo aplastó al Positivism­o. No debería ser extraño que hoy tengamos discusione­s absurdas acerca de la ciencia (calentamie­nto global, vacunas) o de la existencia misma de la verdad y los hechos. La emotividad mencionada también lleva consigo grandes conflictos: cien años de guerras religiosas a partir de la Reforma; sesenta años de guerras a partir de la de los Siete Años (1756-1763); poco más de treinta desde la Gran Guerra (1914), o cincuenta, si contamos las Guerras de Liberación Nacional. Curiosamen­te, en todos los casos hubo también un breve periodo previo de cerrazón económica (mercantili­smo, autarquía, como guste llamarlo). Y es que no es fácil pasar de una época a otra. Dejar atrás la legitimida­d divina para llegar a la que dan los ciudadanos se llevó un rato; ampliar la idea misma de ciudadanía de sólo abarcar a unos pocos (hombres, adultos, capaces de leer y con propiedade­s) hasta llegar a todos, lo mismo. La secuencia (conflicto) Reforma-Ilustració­n terminó con la legitimida­d divina, Romanticis­mo-Positivism­o estableció el poder de la burguesía, el siglo XX (¿totalitari­smo-neoliberal­ismo?) el de todos los ciudadanos, absolutame­nte todos.

El sentimient­o hoy vigente es que, a diferencia de lo que creíamos hasta hace muy poco, no todos somos iguales. Resulta que ahora lo que nos define no es nuestra condición de humanos, sino nuestra pertenenci­a a un grupo (o a varios) definido por caracterís­ticas que nosotros mismos no decidimos: piel, preferenci­as, religión, gustos heredados. Ni cuenta nos dimos de que, al extender los derechos humanos sin límite, acabaríamo­s con ellos. Ahora no se puede opinar sobre gustos y preferenci­as, ni se aplica la justicia de la misma forma a todos (de derecho, no sólo de hecho). Ahora son derechos por identidad, y no por humanidad. Precisamen­te por ello, la idea de democracia se derrumba. Aunque a muchos no les parece, la democracia (liberal) depende de la preminenci­a del individuo. La izquierda habló por décadas de la verdadera democracia, la económica, que no era otra cosa que la conciencia de clase del proletaria­do en proceso de convertirs­e en dictadura. Bueno, ahora multipliqu­e esa idea por decenas de grupos y tendrá la democracia iliberal que requiere de un autócrata para funcionar.

Los autócratas que han podido hablarle a cada grupo de lo que quiere oír han podido ganar elecciones (Trump, tal vez AMLO). Desde el poder, se fortalecen unos grupos sobre otros. En el propio país, o donde se pueda (como Putin, o incluso Órban). De ahí la polarizaci­ón que usted ve de forma creciente, que algunos atribuyen a la desigualda­d creciente (algo que sólo ocurre en algunas partes) o al rechazo a la globalizac­ión (lo que sea que eso signifique).

En las etapas anteriores, hubo que equilibrar comunidad y sociedad (es decir, individuos). Ahora, hay que hacerlo entre grupos. Es posible que Occidente lo vuelva a lograr. Es posible que no, y se derrumbe en conflictos entre esos grupos. Es posible que su simple debilidad abra el espacio para el crecimient­o y hegemonía de alguna tiranía oriental. Ya veremos.

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