“Como el cerebro construía ‘de oídas’ los sucesos, los héroes se convertían en atributos de la mente: Pelé driblaba en la conciencia”.
El conteo de los goles de Pelé le importaba poco, pero celebraba mis arengas porque intuía ahí algo más profundo, más estimulante: un metódico afán de conocimiento.
–Siempre creí que serías científico –me dijo años después, con un dejo de nostalgia–: ¡Hacías tantas preguntas y te apasionaban tanto los datos! Con generosidad pedagógica, conjeturaba que mis cavilaciones podían convertirse en pensamientos. La figura del mundo cambió para mí con el paso de la alineación 4-2-4 a la 4-3-3. Dediqué horas a simular movimientos tácticos con fichas sobre la colcha de la cama y mi padre intuyó ahí otras geometrías. Pero no pasé de Beckenbauer a Heisenberg.
Cuando pude comprar boletos por mi cuenta, él dejó de ir a la cancha. Esos domingos compartidos fueron una responsabilidad que supo disfrazar de placer. Me parece mejor que haya sido así. No iba al estadio por ser aficionado, sino por ser padre, y supuso que, al memorizar alineaciones, yo me prepararía para otras cosas. Pero el futbol solo me llevó al futbol.
Según la historia oficial de la familia, mis padres se divorciaron cuando yo tenía doce años. Tal vez retocaron la fecha con un pincel piadoso para demostrar que hicieron mayor esfuerzo por estar juntos. Pero el cisma ocurrió en 1966, antes de que yo cumpliera diez años. Lo sé porque coincidió con el Mundial de Wembley, el primero que se televisó por vía satelital y que vi en el departamento de mi padre.
Mi madre, mi hermana Carmen y yo nos habíamos mudado de la casa de Mixcoac a un departamento en la colonia Del Valle, en una privada que se apellidaba como el joven goleador de la época (San Borja), y mi padre a otro bastante cercano en el edificio Aule, en Insurgentes y Xola.