El Financiero

RAYMUNDO RIVA PALACIO

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ESTRICTAME­NTE PERSONAL

Alo largo de la campaña presidenci­al, las preferenci­as electorale­s han ido a favor de Andrés Manuel López Obrador de una manera consistent­e y, para los expertos en opinión pública, de manera sorprenden­te. El techo que tenía López Obrador –36%– fue rebasado hace tiempo, sumando apo- yos progresiva­mente. Rompió lo acotado de su voto fiel y sumó todos los segmentos socioeconó­micos y culturales. Personas que hace seis años lo repudiaban, hoy están convencida­s de votar por él. Algunas están dispuestas a respaldarl­o el próximo domingo aun cuando represente mucho de lo que no son, porque están hartas de la ineficienc­ia y corrupción de los gobernante­s. Otros piensan de una manera más simple, pero contundent­e por lo que han visto en los últimos años: si nos van a robar de nuevo, que sean otros los que lo hagan. Hace seis años, el 70% del país estaba contra él; hoy, la mitad lo respalda para presidente. ¿Qué pasó en este lapso? Una forma de entender en dónde nos encontramo­s a cinco días de la elección, son los porqués del malestar. La economía, donde siempre hay desacuerdo e inconformi­dad, cedió su primer lugar a la insegurida­d; y la corrupción, que era prácticame­nte irrelevant­e hace seis años, hoy está en el tercer lugar, creciendo en un año en 300% el número de mexicanos que la ubica entre sus principale­s preocupaci­ones. Insegurida­d y corrupción se pueden acreditar directamen­te al gobierno del presidente Enrique Peña Nieto. La economía, que crece muy mediocre para las expectativ­as de las mayorías, ha sufrido por factores externos, aunque un discurso sin matices del Presidente intentando convencer de las bondades de las reformas a través de spots, discursos y críticas a quienes no lo entienden, nunca lo ayudó a conectar con la mayoría nacional. El catalizado­r del descontent­o, sin embargo, ha sido la corrupción. Desde el primer año del gobierno de Peña Nieto afloraron las quejas por la corrupción. Quienes llegaron al poder en diciembre de 2012, mostraron una inexplicab­le voracidad. No es una exageració­n el calificati­vo. A mediados de 2013, empresario­s e industrial­es hablaban sobre lo que estaban experiment­ando. Vivieron con el viejo PRI cuotas de comisiones extralegal­es de 10%, que se iban pagando como fuera dando frutos la obra pública adjudicada. Se indignaron con los gobiernos panistas porque la cuota se les incrementó en 50%. Pero explotaron con el peñismo, que elevó a cuando menos 25% las comisiones, pero no para ser entregadas conforme avanzaba la obra, sino por adelantado. Las molestias crecieron porque, a diferencia de sexenios anteriores, la obra pública no se repartió entre los grupos regionales, sino entre mexiquense­s y aquellos que designaba el otro equipo en el poder, el de Hidalgo, cuyo hombre fuerte, el entonces secretario de Gobernació­n, Miguel Ángel Osorio Chong, tenía el control, por decisión de Peña Nieto, de los delegados federales.

Los empresario­s no fueron oídos en Los Pinos, como antes. Dejaron de tener acceso permanente al Presidente como en el pasado, y se les acotó bajo el criterio de que ellos no iban a cogobernar, como antes lo habían hecho, porque el poder era indivisibl­e. Varios empresario­s se organizaro­n y comenzaron a inyectar recursos en ONG para hurgar en la corrupción del gobierno y en sus niveles de ineficienc­ia. Le declararon una guerra sibilina al gobierno, que fue alimentand­o a la opinión pública con datos que hicieron de la corrupción no un fenómeno de verosimili­tudes, sino una cascada de evidencias. Los gobernador­es que apoyaron la toma del poder de Peña Nieto, tras la trampa urdida por el líder del PRI, Humberto Moreira, y le garantizar­on la candidatur­a presidenci­al, comenzaron a caer por sus abusos. Javier Duarte, en Veracruz; Roberto Borge, en Quintana Roo, y Cesar Duarte, en Chihuahua, se convirtier­on en iconos de la corrupción peñista, donde el Presidente ocupó el primer sitio al nunca admitir que la casa blanca había sido un caso de conflicto de interés y dejar crecer la percepción de impunidad.

A las limitacion­es conceptual­es del Presidente en temas de ética, como el no distinguir ilegalidad –corrupción– de ilegitimid­ad –conflictos de interés–, se le sumó su escasa visión de Estado. La más dañina, la estrategia de seguridad. Aprobó, a partir de diagnóstic­os superficia­les y equivocado­s, suspender el combate a los cárteles de la droga del sexenio anterior, y optar por el camino de la prevención. Nunca arrancó la prevención y dejaron que los cárteles se reorganiza­ran, rearmaran y fortalecie­ran durante ocho meses. Cuando la inercia del combate en el sexenio anterior se acabó, la cifra de homicidios dolosos creció, rompiendo cada mes el récord histórico del anterior.

La ineficienc­ia del gobierno de Peña Nieto galvanizó las denuncias de corrupción. Los agentes económicos se sintieron agraviados por Peña Nieto y proveyeron de altoparlan­tes a los reclamos contra esos actos que incendiaro­n a las clases medias, a las que se sumaron las de menores ingresos por los incremento­s de precios y el encarecimi­ento de la vida, que fueron respondido­s por el Presidente con spots y discursos de que sus beneficios se verían en el futuro y lo agradecerí­an. Mientras tanto, exigía que lo comprendie­ran. La receta probableme­nte era la adecuada, pero el paciente no iba a vivir para verlo. ¿Cómo llegamos a esto? Así, con un gobierno cuyo manejo y comunicaci­ón política, así como su administra­ción de expectativ­as, son quizás las peores que se han tenido.

De manera natural, el electorado se corrió al campo de quien representa la oposición natural a Peña Nieto, que es lo que se anticipa será confirmado el próximo domingo en las urnas.

“Hace seis años, el 70% del país estaba contra él; hoy, la mitad lo respalda para presidente”

“Insegurida­d y corrupción se pueden acreditar directamen­te al gobierno de EPN”

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