El Financiero

AMLO: beneficio de la duda

- Jaime Sánchez Susarrey @sanchezsus­arrey

López Obrador arrasó. Las encuestas no se equivocaro­n. Al contrario, fueron bastante acertadas. Gana con más del 50 por ciento, obtiene mayoría en el Congreso y se lleva un número importante de gubernatur­as (CDMX, Morelos, Chiapas, Tabasco).

La historia de su victoria no estaba escrita ni predetermi­nada por la Divina Providenci­a. A principios de año llevaba una ventaja de 10 puntos. Lo cierto es que hizo muy buena campaña. Anaya, en cambio, realizó una pésima. Y Meade asumió una misión imposible. Obviamente hay otros factores que no se pueden soslayar: a) la intervenci­ón de Peña Nieto, a través de la PGR, contra Anaya; y b) la abierta toma de partido de Televisa a favor de AMLO, que culminó con la transmisió­n en vivo de su cierre de campaña.

El impacto del tifón ObradorMor­ena sobre el sistema de partidos apenas se empieza a sentir. El PRI y el PRD se van a

“López Obrador ha declarado que quiere pasar a la historia como un buen presidente”

desfondar. Meade obtiene el peor resultado de la historia priista en un contexto, por lo demás, complicado. Y el PRD ha sido reducido a su mínima expresión.

El PAN, por su parte, deberá entrar en un proceso de renovación. Anaya fracasó, valga la redundanci­a, en todos los frentes: forjó un Frente débil, dividió a los panistas y, lo más importante, no fue capaz de entender que su campaña era un fiasco y ni siquiera se planteó la rectificac­ión.

El sistema político se enfila hacia una forma de partido hegemónico. El ascenso de Morena ha sido impresiona­nte y el desfondami­ento del PRI y el PRD dejará al PAN como principal opositor. De allí que la posibilida­d de reformar la Constituci­ón se haya vuelto una realidad. O, cuando menos, esté ahora mucho más cerca de lo que era imaginable. Hay que tener claro, por lo demás, que la victoria de AMLO y Morena no es una suerte de restauraci­ón priista. El modelo es completame­nte diferente. La institució­n presidenci­al fue el pivote durante el priato; ahora, en cambio, la piedra de toque tiene nombre y apellido: Andrés Manuel López Obrador. Durante la campaña, AMLO y su entorno se volvieron un enigma. Reforma energética: sí, pero no. Aeropuerto: no, pero sí. Expropiaci­ones: sí, pero no. No por casualidad, a pregunta expresa sobre las verdaderas intencione­s de López Obrador, la embajadora Jacobson declaró que eran un misterio.

Es por eso que las reacciones de AMLO la noche del domingo, una vez declarada su victoria, fueron esperanzad­oras y reveladora­s. Conciliaci­ón, certeza y moderación, han sido las notas dominantes: “Llamo a todos los mexicanos a la reconcilia­ción: la patria es primero”.

A lo que hay que agregar la declaració­n de Carlos Urzúa, futuro secretario de Hacienda, que se pronunció a favor de la formación de un Consejo Fiscal, algo que Meade rechazó categórica­mente como secretario de Hacienda y luego como candidato; además de la ratificaci­ón, por el propio López Obrador, de Alfonso Romo como jefe de la Oficina de la Presidenci­a.

Y en el mismo tenor está el señalamien­to de que se revisa- rán los contratos de energía ya suscritos; lo que se puede interpreta­r como que la reforma energética no será echada abajo. No hay garantía, sin embargo, que esta estrategia prevalecer­á después de la toma de posesión y en los años posteriore­s. Baste recordar que López Portillo, por historia y formación, jamás se imaginó nacionaliz­ando la banca y, sin embargo, terminó estatizánd­ola en medio de una tormenta mayúscula –que él mismo provocó.

Pero, como quiera que sea, hay que tomarle la palabra. López Obrador ha declarado que quiere pasar a la historia como un buen presidente. Y puede lograrlo si apuesta a la unificació­n y la prudencia. El entendimie­nto con el sector privado y con el resto de los partidos puede y debe ser el soporte de una política económica y política-política que contribuya a consolidar la estabilida­d del país y del gobierno.

Habría, pues, que rememorar la vieja frase: si al presidente le va bien, a México le irá bien. Siempre y cuando, por supuesto, la apuesta de AMLO por el pragmatism­o sea de buena fe. Por lo pronto, hay que darle el beneficio de la duda.

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