Promesas y realidad educativa
Sabemos ya el resultado de las votaciones, y aún sin haber recibido oficialmente la constancia de mayoría, es claro que a partir de diciembre López Obrador será el presidente de México. Además de la civilidad en la mayor parte del país que caracterizó la emisión del voto, debe subrayarse que el mandato de los electores fue contundente: la diferencia final a favor de Andrés Manuel es de más de 30 puntos porcentuales por encima del segundo lugar. La gente quiere cambio y renovación.
¿Y en educación? ¿Qué sigue para transitar de las promesas a los planes? ¿Cómo se conectan los compromisos enunciados a los apoyadores y simpatizantes con las decisiones que inciden sobre la vida de las multitudes? El periodo de transición es especialmente fructífero en términos de definición de la política educativa de un país. Intentar grandes proyectos ya con el desgaste de las fases finales de un mandato, dar volantazos extemporáneos y seguir ocurrencias de coyuntura condicionan baja efectividad. La nueva etapa tiene que empezar con paso firme; sin rigidez, pero lo más perfilada posible. De la visión educativa, tal vez lo que mejor describe el ánimo de renovación y superación de injusticias, es la promesa de equidad y participación. La escuela para todos, con todos. Escuchar a los maestros y reconocer su aporte desde la diversidad. Las familias involucradas intensamente. Ningún joven fuera de las oportunidades. La Presidente Ejecutivo de Mexicanos Primero evaluación sí, pero no para castigar. La participación extensa para elaborar el plan, la ruta. La conversación de las próximas semanas y meses es cómo esa visión se plasma.
El equipo designado para perfilar el plan tiene que sostener jornadas intensas de taller interno, revisando las estadísticas y los informes, dimensionando las estrategias y haciendo las cuentas de los recursos disponibles. El entusiasmo no sustituye la información sólida, la de gabinete y la de campo, la de los estudios y la de las experiencias. No alcanza con lemas y reiteraciones. Ahora sí es lidiar con la terca realidad. La auténtica transformación educativa es permanente, y no se agota o circunscribe a una reforma normativa o administrativa, menos a un atado de planes y programas inconexos entre sí. Los derechos de los niños y jóvenes no tienen caducidad. La concepción misma de los derechos humanos nos lleva a reconocerlos en la progresividad: siempre más, siempre mejor. Ya se habló mucho de lo que no va. Ahora escuchemos – escuchémonos– qué sí va.