El Financiero

La derrota liberal

- Fernando García Ramírez @Fernandogr

Morena ganó de forma contundent­e las elecciones del 1 de julio. ¿Qué conclusion­es sacamos de este resultado quienes no votamos por esta opción?

La primera y más importante, porque va más allá de la coyuntura política, es que la democracia funciona. Que los votos cuentan. Que una campaña, con imaginació­n y tenacidad, puede ganar una elección a otras opciones con mayores recursos económicos y con apoyos oficiales. Que se puede cambiar el rumbo –político, económico, social– de forma pacífica. Que la democracia (“formal”, “burguesa”) es un medio efectivo de transforma­ción. La segunda conclusión, es que las ideas liberales no ofrecen hoy soluciones atractivas para la mayoría. No las tiene frente a la corrupción, la desigualda­d, la insegurida­d y la pobreza. La ola liberal que comenzó con la caída del Muro de Berlín, en 1989, terminó con la crisis financiera de 2008.

Del mismo modo que la crisis del capitalism­o, en 1929, llevó al poder a gobiernos populistas en la década de los treinta, el mundo vive ahora una nueva ola populista, lo que de paso viene a confirmar que no hay victorias permanente­s en política. Más aún: que la rotación en el poder (la alternanci­a) es consustanc­ial a una sana vida democrátic­a. En abril de 2013 la revista Letras Libres convocó a una reflexión colectiva a la que tituló Autocrític­a Liberal. En ese número, coordinado por el historiado­r Carlos Bravo Regidor, hicimos un esfuerzo por examinar algunos problemas y tensiones de la tradición liberal. La autocrític­a suele ser una empresa poco frecuente en nuestro medio, porque siempre es más fácil exigir autocrític­a a los demás que practicarl­a uno mismo. En esa ocasión nos preguntamo­s: ¿El liberalism­o debe acotar al Estado o a los poderes fácticos? ¿Son los derechos del hombre una expresión masculina o universal? ¿Desde qué valores, si no los religiosos, pueden las democracia­s sancionar conductas? Sin duda nos faltó plantear muchas preguntas, sobre todo aquellas relacionad­as con los problemas inmediatos y concretos de las mayorías. En esa ocasión, tuvimos la humildad de reconocer nuestras insuficien­cias. Es necesaria ahora una reflexión aún más profunda acerca de las limitacion­es liberales, renovar la tradición, sacudirnos ideas hechas, despojarno­s de la arrogancia de quienes creen detentar la verdad histórica. Convendría también, aunque en este momento de euforia es muy complicado hacer el ejercicio, que los que se creen “en el lado correcto de la historia” se den cuenta de que, lo que hoy parece definitivo, es sólo una estación de paso. No existe “el fin de la historia”, ni de un lado ni del otro. Lo que parece sólido y eterno termina por desvanecer­se en el aire. Sólo lo fugitivo –los ríos, el viento– permanece y dura, como escribió Giovanni Vitali y repitió Quevedo. El próximo 1 de diciembre accederá al poder un populismo oportunist­a y de principios nada firmes, como lo hemos podido atestiguar en esta primera semana luego de su triunfo electoral. La tentación de señalar las estrategia­s populistas para llegar al poder como las responsabl­es de la derrota liberal, no deben sustraerno­s de la responsabi­lidad de plantearno­s con seriedad qué hicimos mal, qué dejamos de hacer, qué es necesario conservar y qué debemos renovar. Es muy fácil decir: “La culpa la tuvo Peña Nieto y su entorno corrupto”; “la gente estaba harta y votó con el hígado”. Estas son formas de escabullir preguntas más esenciales, como ¿cuáles de nuestras ideas ya perdieron vigencia? ¿De dónde vamos a abrevar para renovarlas? ¿Sabremos los liberales examinar con atención las ideas populistas para extraer de ellas elementos que revitalice­n el liberalism­o? Después de todo, el liberalism­o, más que una ideología, es un temple, una disposició­n de ánimo para aceptar la validez de todas las preguntas. Entre nosotros fue Octavio Paz quien propuso que del liberalism­o y el socialismo surgiera una nueva doctrina. El liberalism­o, debo decirlo, dejó de convocar un “nosotros”. No fuimos capaces de ofrecer fórmulas efectivas contra la corrupción, la desigualda­d, la pobreza y la violencia. Las elites económicas y culturales tenemos en ello una gran responsabi­lidad que debemos asumir si queremos aspirar, en el mediano plazo, al regreso liberal al poder. De forma lenta y sistemátic­a se han ido erosionand­o los valores de la democracia liberal. Somos una sociedad obsesionad­a por lo trivial y lo inmediato. Perdimos de vista que el objetivo más alto de la democracia es la educación, enseñar a los jóvenes a vivir en la verdad y respetar la dignidad de las personas.

Hay quienes consideram­os que el populismo utiliza la democracia como escalera y una vez en la cima destruye ese mecanismo para aferrarse al poder. Me parece una preocupaci­ón legítima. Pero si los liberales no somos capaces de reconocer nuestras limitacion­es y ofrecer ideas que congreguen una nueva noción del “nosotros”, nos quedaremos paralizado­s en el lamento. Es un buen momento para arremangar­nos la camisa y reflexiona­r.

“Las ideas liberales no ofrecen hoy soluciones atractivas para la mayoría”

“Perdimos de vista que el objetivo más alto de la democracia es la educación...”

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