El Financiero

La gran promesa

- Rolando Cordera Campos Opine usted: economia@ elfinancie­ro.com.mx

Ahora que nos convocan a una cuarta transforma­ción de México, además de tratar de descifrar su sentido político y retórico, hay que tratar de ubicarla en su especifici­dad histórica, en el contexto presente y sus difíciles antecedent­es. No de otra manera podremos darle sentido a la proclama y desde ahí desplegar la necesaria crítica a su diseño, implicacio­nes y perspectiv­as. Aquí van algunas breves notas de un recordator­io obligado por la magnitud de la invitación.

En 1982 se derrumbó el gran proyecto del presidente López Portillo de modernizar a México sin infligirle durezas innecesari­as a los tejidos de su desenvolvi­miento anterior. La crisis estalló como crisis financiera provocada por un endeudamie­nto externo insostenib­le, pero pronto devino una crisis del bloque dominante y de su gobernanza, al recurrir el presidente a sus poderes y decretar la nacionaliz­ación de la banca y el control generaliza­do de cambios. En esta coyuntura vivimos la segunda etapa de la reforma política y el ascenso del pluralismo partidista y del PAN que fue visto por muchos de los afectados por la decisión presidenci­al como relevo y referencia para lo que venía. Nunca entendí por qué los panistas, al calor de la crisis y del subsecuent­e ajuste impuesto por del nuevo gobierno, no dieron el salto a un discurso demócrata cristiano propiament­e dicho. Bernardo Bátiz, con quien coincidí en la Cámara de Diputados entre 1982 y 1985, me dijo que esa iniciativa no tenía futuro en su partido y poco tiempo después constaté que, en efecto, su estrategia era otra.

“Que se legitime por su desempeño”, acuñaron los dirigentes panistas ante otra crisis, ahora cuasi constituci­onal, planteada por la elección de 1988. Con entusiasmo Carlos Castillo Peraza, y con alguna cautela el resto de la directiva de Acción Nacional encabezada por don Luis H. Álvarez y Diego Fernández de Cevallos se abocaron a darle curso a un peculiar, pero sin duda eficaz cogobierno con el presidente Salinas. Y de ahí para el real, que en los hechos quiso decir configurar la alternanci­a y asumir los costos de la gran transforma­ción hacia la globalizac­ión que se veía como ineluctabl­e. Había que prepararse para una nueva era, donde el libre comercio y el mercado mundial unificado consumaría­n el “fin de la historia”, como lo predicaba Fukuyama, con la implantaci­ón planetaria de la democracia representa­tiva. Terminada la guerra fría, todo redundaría en una nueva normalidad.

Fue en esta ilusoria normalidad del mundo de la post guerra fría, que aquellas pretension­es de las democracia­s y el social cristianis­mo cambiaron de piel hasta difuminars­e en la corriente del pensamient­o único, salvo en Alemania. Con curioso sentido de pertenenci­a, muchas elites se avinieron con el neoliberal­ismo y formaron un bloque que parecía infranquea­ble. La globalizac­ión no solo era realidad dominante de los mundos nuevos, sino proyecto universal.

Las cosas no salieron como se había planeado y los grandes proyectos hubieron de ser revisados o de plano pospuestos. Incluso antes del estallido de la Gran Recesión en 2008. Sobrevino el 11 de septiembre y el terrorismo, con su criminal y artera agresión, precipitó las peores inclinacio­nes anidadas en las paranoias y supuestas teorías realistas del Estado de Seguridad Nacional. A nosotros, esta actualizac­ión de las hipótesis imperiales de la Guerra Fría nos agarró en medio de una alternanci­a que nunca tuvo un sentido claro hacia una reforma del Estado que lo llevara más allá del pluralismo transicion­al hacia una democracia constituci­onal propiament­e dicha. Para qué hablar del Estado social siempre pospuesto y suplido por cataplasma­s programáti­cas que nunca han podido, ni podrán superar el fardo ignominios­o de la pobreza y la vulnerabil­idad masivas.

Luego irrumpió la Gran Recesión y el mundo entró en una fase larga de crecimient­o lento y oscilante, salvo en Asia donde China e India velan las armas de un relevo hegemónico que en los Estados Unidos no puede siquiera imaginarse. De aquí el respaldo no tan vergonzant­e de la gran corporació­n y el capital financiero a las barbaridad­es de Trump junto a los ominosos reclamos de los “perdedores” de una globalizac­ión postrada, cuyo perfil no puede mantenerse como lo dibujaron sus teóricos y diseñadore­s después de la Primera Guerra de Irak.

En México no se hizo lo que se debía haber hecho para interioriz­ar las ganancias de la apertura externa. Tampoco se quiso arriesgar un giro al calor de la Gran Caída de 2008. Así, el crecimient­o económico ha menguado todavía más, para trazar una trayectori­a por debajo de la que nos heredaran las crisis de los ochenta y el cambio estructura­l de los noventas y siguientes. Tal es la trampa de lento crecimient­o y desigualda­d aguda que define nuestro presente continuo y que muchos ven como un trazo histórico que es muy difícil y riesgoso remover. En la secuela de la crisis global de 2008-2010, la ortodoxia estabiliza­dora vivió sus últimos años de seguridad y gloria. Los resultados no dejaron satisfecho prácticame­nte a nadie, a pesar del insistente discurso criollo del pensamient­o único mexicano oficiado por el Dr. Carstens y acólitos. Tanto en 2006 como en 2012, el reclamo de un cambio sensato y pacífico se dejó sentir con las candidatur­as de Andrés Manuel López Obrador que nunca fue visto por la gente como “un peligro para México”, salvo por quienes manufactur­aron la indignante especie.

Lo cierto es que la mayoría prefirió irse por la vía cautelosa y aguardar a mejores tiempos. Todavía se cultivaba una dosis de esperanza y expectativ­a amarrada a las promesas del TLCAN y de la maduración de las célebres reformas de mercado cuya acumulació­n generacion­al rendiría pronto los resultados prometidos. La gran promesa se sostenía a tumbos, pero su arribo no dejaba de cultivarse.

Así llegaron los de Atlacomulc­o y proclamaro­n que ellos sí sabían cómo hacerlo. Pero no supieron. Y así y aquí, estamos ahora, como diría Ixca Cienfuegos: en la región más transparen­te del aire. Y otra vez, en la tierra de la gran promesa (pero sin Andrew Waida).

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