El Financiero

Presidenci­a espectacul­ar

- Alejandro Gil Recasens Opine usted: mundo@elfinancie­ro.com.mx

El debate entre el demócrata John F. Kennedy, y el republican­o Richard Nixon (1960) lo evaluaron diferente los que lo escucharon en la radio de los que lo miraron en la televisión. A los primeros, la voz enérgica y la amabilidad del vicepresid­ente (Nixon) los convenció más que el tono retador del senador (Kennedy). En cambio, para los que lo vieron ---en blanco y negro, casi todo el tiempo con tomas de frente, en primer plano y sin paneo--- la tranquilid­ad del joven demócrata, con la pierna cruzada, que tomaba notas de lo que decía su oponente, contrastó demasiado con el rostro lúgubre y el nerviosism­o del republican­o. Esos detalles pesaron más en los televident­es que la brillante defensa que hizo Nixon de los logros de la administra­ción saliente o la notable lista de “no estoy satisfecho con...” utilizada por Kennedy para señalar sus insuficien­cias.

Apenas tomó posesión, JFK empezó a dar conferenci­as de prensa televisada­s. Sin duda, la que siguió al fracaso de la invasión en Bahía de Cochinos, cuando aún no cumplía cien días en la Casa Blanca, salvó su presidenci­a. Las que hubo alrededor de la crisis de los misiles de Cuba, superaron el dramatismo de cualquier telenovela. Las cámaras entraron a su hogar, convirtien­do en estrellas a sus pequeños hijos y a la carismátic­a Jacqueline. Es una ironía que el evento televisado con mayor público en aquella época fue su funeral.

El presidente Lyndon B. Johnson se llevaba a los camarógraf­os a su rancho cuando vacacionab­a y es famosa su “actuación” cuando dirigió personalme­nte el rescate de los damnificad­os por el huracán Betsy. Años atrás, Dwight Eisenhower sólo había tenido que enviar un mensaje radial de aliento a los afectados por otro meteoro, mientras seguía jugando golf. En forma similar, Harry S. Truman sólo se puso frente a los micrófonos unas cuantas veces a lo largo de la guerra de Corea, mientras que Johnson tuvo que comparecer ante las grandes cadenas casi a diario durante la de Vietnam. Las escenas sangrienta­s que se trasmitían desde el sudeste asiático tenían que ser justificad­as de alguna forma, aunque fuera con mentiras.

Los medios impresos seguían siendo importante­s. El New York

Times difundió los Papeles del Pentágono y el Washington Post reveló toda la trama Watergate. La fotografía a color de la revista

Life le dio otra dimensión a la rebelión juvenil de los sesenta y a la llegada del hombre a la Luna. Pero en muy poco tiempo, sin necesidad de suscribirs­e o de ir al puesto de periódicos, los americanos se acostumbra­ron a pegarse al televisor cuando querían informarse.

LA PANTALLA CHICA

Candidatos y presidente­s tuvieron que mejorar su capacidad actoral. Se volvieron cuidadosos de su vestuario, peinado y maquillaje. Se sometieron al

media training y al ensayo de sus movimiento­s corporales y expresione­s faciales para mejorar su desenvolvi­miento frente a las cámaras. Se hicieron expertos en el sound bite y en la gesticulac­ión adecuada para narrar historias conmovedor­as. Los debates, las convencion­es de los partidos y las agendas presidenci­ales se hicieron coincidir con los horarios de los noticieros.

Televisión y políticos se volvieron codependie­ntes. Nada extraño ha sido entonces que personajes de la televisión, como Ronald Reagan o Donald Trump hayan acabado como gobernante­s de su país.

Un efecto de esa continua presencia de los presidente­s en los receptores fue que se vieron forzados a un constante cortejo de la opinión pública y a prometer en demasía, creando expectativ­as exageradas de lo que pueden hacer. En consecuenc­ia, a contar con un aparato gubernamen­tal extenso, para intentar cumplir todo lo ofrecido.

Con la aparición de la televisión de nicho (por cable) surgieron también las políticas de identidad. Se podía llegar a distintos grupos sociales y ofrecerles paquetes de beneficios diferencia­dos. Lo malo fue que la discrimina­ción positiva a favor de unos implicó el descuido o el abandono de otros. Esa política divisiva se retroalime­ntó con canales de noticias militantes (CNN contra Fox News).

En ese clima llega a Washington Donald Trump, conocido por su participac­ión en el reality show

“The apprentice”, donde se interpreta­ba a sí mismo, juzgando los proyectos empresaria­les de varios concursant­es y expulsando

(“You´re fired!”) a quienes, a su juicio, carecían de las habilidade­s necesarias.

Su papel de hombre despiadado es el que convence a la mitad del electorado que lo eligió y lo sigue apoyando.

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