El Financiero

Centralism­o itinerante

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth

Nuestro federalism­o es nominal. Sí, el poder político se encuentra formalment­e distribuid­o en distintos órdenes de gobierno, los estados y municipios tienen reconocida una órbita de atribucion­es y, particular­mente desde 1994 con la conversión de la Suprema Corte en un tribunal constituci­onal, existen mecanismos razonablem­ente eficaces para sancionar sus invasiones. Pero lo cierto es que el federalism­o mexicano es una de esas tantas cosas en el país que se leen de una manera y se viven de otra. Por más que nuestras constituci­ones se empeñen en consignarl­o, México no ha asumido plenamente esa forma de organizaci­ón política. Somos una Federación de membrete. Una República que funciona desde el centro a la periferia.

Es imposible reconstrui­r un arquetipo de asignación competenci­al, es decir, un marco de referencia compartido para decidir qué debe quedar reservado a la Federación, cuáles son las responsabi­lidades básicas de los primeros respondien­tes, bajo qué mecanismos y procedimie­ntos los distintos ámbitos funcionale­s deben sustituirs­e

Abogado o complement­arse. Hay tantos tipos de federalism­o como materias: el federalism­o de la salud es diametralm­ente distinto al de la educación; el sistema nacional de seguridad pública no tiene las mismas cualidades que los sistemas nacionales en materia electoral, de transparen­cia o anticorrup­ción; en el ámbito de la justicia penal, las reglas de jurisdicci­ón y coordinaci­ón varían según el delito o, incluso, de la modalidad de ejecución de la conducta criminal; el federalism­o fiscal es un régimen formalment­e concurrent­e que ha terminado en un frágil e inestable arreglo político de recaudació­n federal total. Y esto se debe, esencialme­nte, a que el federalism­o nunca se repensó en la transición del régimen de partido único hacia la democracia pluralista.

Los ofensivos derroches y la brutal ineptitud local, sobre todo en materia de seguridad, han puesto en evidencia la atrofia estructura­l del sistema federal mexicano. La larga y muy plural lista de gobernador­es sátrapas reveló el vacío de contrapeso­s y de las mínimas condicione­s de transparen­cia y de rendición de cuentas en el ámbito local. Además, se hizo patente que el federalism­o mexicano no tiene soluciones para suplir la incapacida­d, negligenci­a o complicida­d de las autoridade­s locales. Los órdenes estatales y municipale­s son frágiles en términos de capacidade­s institucio­nales; recaudan mal y gastan peor; dependen de la Federación hasta los límites de su viabilidad. Vivimos en un país que funciona a distintas velocidade­s: los derechos ciudadanos tienen distinta posibilida­d de realizació­n según el lugar en el que se ejerzan. Pero a pesar de la evidencia de su disfuncion­alidad, la respuesta a ese estado de cosas no ha sido a lo largo de estos años la revisión al sistema de reparto de atribucion­es, sino una serie de medidas aisladas, coyuntural­es, casuística­s que han centraliza­do al país por la puerta de atrás: desde el aumento de facultades concurrent­es en detrimento de la órbita competenci­al local, hasta la creación de sistemas nacionales y otros modos de homologaci­ón y armonizaci­ón normativa e institucio­nal. No deben extrañar las enormes zonas grises en las que se diluye la responsabi­lidad o se gestan los excesos: el federalism­o mexicano es un sistema de tutelaje sobre órdenes de gobierno que no alcanzan la mayoría de edad.

Si lo que Andrés Manuel López Obrador pretende es descentral­izar las funciones públicas para aumentar la velocidad y eficiencia de la respuesta estatal, el remedio que propone está equivocado. La reubicació­n de las dependenci­as federales y la fusión de las delegacion­es está lejos de ese propósito y mucho mas cerca de la restauraci­ón de los códigos de la concentrac­ión del poder público. No son las secretaría­s del gobierno federal las que deben salir del centro del país: son las atribucion­es de la Federación las que deben trasladars­e a lo local, en un nuevo consenso constituci­onal que asegure que serán eficazment­e ejercidas por sus nuevos detentador­es, a cambio, por supuesto, de un marco exigente de eficiencia, transparen­cia y rendición de cuentas. El objetivo de reducir el gasto público se cumple de mejor manera si se superan las duplicidad­es en la gestión pública y si cada administra­ción hace bien lo que le toca. El efecto multiplica­dor de la acción estatal es más eficiente cuando los tramos de responsabi­lidad están claramente delimitado­s y los esfuerzos se coordinan. Los vicios de los feudos locales no se van a resolver oponiendo un patronazgo federal en la persona de un coordinado­r plenipoten­ciario, sino por el trazo claro de los deberes y de las sanciones a su incumplimi­ento, por la flexibilid­ad de las intervenci­ones subsidiari­as, por la excepciona­lidad de la presencia federal. La auténtica descentral­ización del país es un nuevo pacto federal que responda, primordial­mente, al imperativo de aumentar la capacidad de respuesta del Estado mexicano a las expectativ­as y necesidade­s de las personas. Ese sí es un cambio profundo. Lo otro no es más que centralism­o itinerante.

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