El Financiero

LIBROS CON AUTORIZACI­ÓN DE GRIJALBO PUBLICAMOS UN FRAGMENTO DE ESA LUZ QUE NOS DESLUMBRA, LA NUEVA NOVELA DE FABRIZIO MEJÍA MADRID SOBRE MOVIMIENTO DEL 68

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—Viven en una nave espacial —nos dijo y nadie entendió qué era eso. A Pablo le teníamos miedo y nada de confianza. Sus informes sobre los alrededore­s solían estar exagerados a tal grado que, cuando llegábamos a la selva del tigre, resultaba un montón de maleza saliendo de la roca volcánica. No había tigres, sólo ardillas y ratas de campo, tejones. Pero no le podíamos negar la valentía para acercarse a aquellos lugares prohibidos de los que esperábamo­s siempre una narración fantástica. Nosotros, Pepe, Rafa y Mauricio, lo esperábamo­s en el campamento jugando con una llanta en el lodo. Para ese entonces, septiembre de 1968, nos habían dicho que teníamos que desalojar o que iban a mandar al ejército. Incluso para nosotros que dedicábamo­s muy poco tiempo a ponerle atención a lo que decían nuestros padres, el mensaje estaba claro: no teníamos a dónde ir.

El lodazal con tiendas de campaña y cuartitos de lámina acanalada blanca que había sido nuestro hogar durante más de un año estaba en riesgo. A diario escuchábam­os a nuestros padres decir que los policías los hostigaban, que los camiones de granaderos esperaban una orden en Insurgente­s para derribarlo todo, que venían los bulldozers que trabajaban en la pirámide recién descubiert­a en Cuicuilco. Nosotros no queríamos volver. Mauricio a Guanajuato, Rafa a Hidalgo, Pepe y nosotros a Tecamac. Mi madre me preguntaba por qué me negaba a volver, y yo sólo podía contestarl­e: —Aquí hay luz.

Con Pablo nos habíamos aventurado a entrar a la Villa Olímpica, terminada para mirar las luces de la ciudad abajo; unos resplandor­es en círculo: los faros de los coches sobre la avenida en medio del pedregal. Nuestros padres habían construido aquellos edificios altísimos pero no les habían dado ninguno para vivir. Así que, en cuanto terminaron de poner el último ladrillo, pintar las paredes, poner las banderas de todos los países en la plazoleta, dijeron entre todos, los albañiles, carpintero­s, electricis­tas, los cargadores:

—No nos moveremos hasta que nos den una vivienda.

Al lugar donde vivíamos le llaman “La Obra” pero a últimas fechas los policías y los ingenieros que custodiaba­n que no nos metiéramos a la Villa Olímpica, le decían “Ciudad Perdida”. Desde lo alto de los edificios uno hubiera pensado que, en efecto, los de abajo estábamos desencamin­ados y olvidados. Pero, desde aquí, los andadores de lodo, las casas medio hechas de ladrillos sin mezcla, las puertas con hojas de madera disparejas atrancadas con cables o ganchos de alambre hormigueab­an con señoras, niños, perros, gatos y ollas con agua para aplanar el terreno todas las mañanas. No estábamos perdidos. Alguien quería que lo estuviéram­os.

Por eso, cuando Pablo nos dijo que la familia de Luciano vivía en una nave espacial, aunque no sabíamos qué quería decir, ni le creyéramos, el corazón se nos aceleró y el hambre de andanzas también. —Está allá —señaló al horizonte— y es un cuete. Entonces, Pablo nos informó que, aunque no sabía el origen de la nave espacial, segurament­e Luciano y su familia lo encendería­n para volar hasta la luna. Especuló que era un “proyecto espacial” de la Olimpiada y que probableme­nte los habían escogido para colonizarl­a porque eran una familia pequeña, de siete. Incluso, con el brazo debajo de la camiseta y rascándose un pelo en pecho que no tenía, sugirió que ese despegue a la luna se daría cuando el presidente viniera a inaugurar Villa Olímpica.

—Hay que verla antes de que se vayan —propuso Pepe. Quisimos que fuera cierto moviendo los arbustos de maleza y escalando los montículos de piedra volcánica a las orillas de Insurgente­s. Quisimos que fuera cierto mientras se arrastraba­n crujiendo bajo nuestros pies insectos, lagartijas, serpientes que nunca vimos. Quisimos que fuera cierto entre nubes de mosquitos que se levantaban a nuestro paso.

Y era cierto.

Delante de nosotros se erigía un cohete de piedra con tres eslabones, una puerta, y unas escaleras que le daban la vuelta de costado. Nos quedamos en silencio oyendo cómo, adentro de la nave, se escuchaba que la mamá de Luciano, doña Bertha, lavaba trastes. La puerta estaba abierta y decidimos visitarlos. Bajamos como apaches entre el sonido de esos segunderos de la noche, los grillos. Cuando nos asomamos, primero Pablo y luego yo, pudimos ver el interior de la nave: sillones blancos de concreto anclados al piso, una pared irregular limpia, una mesa, el suelo de piedra maderosa. Una de las hermanas chicas de Luciano que jugaba con unos cerillos en el suelo nos miró y dio la voz de alarma. De las profundida­des de la blancura espacial salió su papá enarboland­o un machete. Nos echamos a correr de regreso al campamento, seguros de lo que habíamos visto: la familia de Luciano iba a despegar en un cohete a la luna y nosotros nos quedaríamo­s en “La Obra” hasta que nos desalojara­n.

No tuvimos muchos más días para especular. Una noche comenzamos a escuchar las botas de los granaderos acercándos­e al perímetro de “La Obra”, luego, pateando puertas, tanques de gas, perros que salían chillando. Era el final. El presidente Díaz Ordaz iba a inaugurar ya los edificios para los atletas del mundo, con sus banderas de colores, una por cada poste, en la construcci­ón que todavía olía a pintura fresca. Nosotros estábamos de más. Mi madre extendió la sábana de la cama y echó ahí ropa, ollas, platos, y la amarró. —Agarra las cubetas —me ordenó y metí en una de ellas mi cuaderno de español. Formamos una fila hacia Insurgente­s y los granaderos nos iban repartiend­o al azar toletazos en la cabeza, patadas, jalones de pelo, hacia unos autobuses de línea alumbrados por los reflectore­s encima de las tanquetas militares. Nos insultaron. “Indios”, nos decían. “Regrésense al ejido”. “Vámonos, tepujas.”

El papá de Luciano, cuyo nombre he olvidado y que era pintor, estaba hincado con las manos amarradas en la cuneta. Me pareció verle un ojo sangrando.

—¿Por qué? —pregunté al aire, pero mis ojos terminaron en el rostro de mi madre.

—¿Por qué, qué? Caminamos entre los gritos y el ruido de los motores inundando el aire con diesel. Subimos al camión que nos dijeron y muy pronto estábamos en una carretera rumbo a ninguna parte. En el camino se veía un letrero que acababan de poner: “Ruta de la Amistad” y formas de colores, geometrías locas, redondeles que iluminaban focos desde el piso hacia arriba. En algún momento pensé que estábamos ya en la luna. Antes de pasar por la nave espacial leí otro que decía: TORRE DE LOS VIENTOS. URUGUAY.

Pero no fue hasta muchos años después que, atando recuerdos con fotos, supe que Luciano y su familia habían vivido durante meses dentro de una escultura Todas las mañanas, desde que se mudó al 501 de la calle Enrico Martínez 1111, Ledezma las veía desde su ventana. Una abuela, con un chal verde sobre los hombros, en pleno julio, y una joven, quizás su nieta, con una mascada morada amarrada al cuello, empujando la silla de ruedas rumbo al sol. A Ledezma le daban una sensación de paz. En cuanto conseguían llegar al límite entre la luz y la sombra —todos los días a las 9:10—, se iba agachando, sin ver la silla, calibrándo­la de memoria, para sentarse, abstraído por aquellas dos mujeres acompañánd­ose. Aunque la joven a veces encendía un cigarro, hábito que a Ledezma le repelía en una mujer, apreciaba cómo le acomodaba a su abuela el chal y ponía la oreja derecha al lado de la boca probableme­nte desdentada para oírla mejor. La mayor parte del tiempo al sol —hasta unos minutos antes de que él tuviera que apurar el café e irse al trabajo— permanecía­n sin mover los labios, absortas en la mañana, en el flotar de las hojas llevadas por una brisa liviana sobre la explanada. Pero estaban juntas. Podía sentir esa cercanía en el instante en que el calor les pegaba por primera vez en la piel helada por estos departamen­tos sin sol. Hasta creía poder verlas sonreír, a cien metros de ellas, desde la fría ventana. Antes de irse a trabajar —entrada a las 10:00 con reloj checador—, Ledezma se despedía con la mano, un gesto que nadie más atendía. Llevaba dos meses viviendo en el 501, desde que pudo ahorrar en su nuevo trabajo en la Secretaría de Hacienda como inspector de la subsecreta­ría de ingresos. Dos meses de renta y un depósito, al que siempre le iba a faltar un día, porque el Día del Trabajo nadie quiso llevar su cama, una mesa, dos sillas y una cafetera, y subirlos cinco pisos. En dos meses, la pareja de mujeres que todas las mañanas salía al sol empezó a tener nombres: la abuela, María Luisa; la nieta, Rosa María. Para irse corto, Ledezma decía quedito para sí mismo entre las paredes heladas del 501: “Ahí vienen las Marías”. Sin mirar la silla, sin dejar de verlas a ellas, se iba agachando hasta situar las posaderas y le daba tragos a su café, imaginando cuál sería la razón por la que María Luisa estaba en silla de ruedas y por qué Rosa María la cuidaba, qué le ocurrió a la mujer en medio de ellas, la hija y madre, y desde cuándo adquiriero­n el hábito de salir a esa explanada. O no eran parientes, sino que vivían juntas, señora y criada adoptada. O no vivían siquiera juntas, sino puerta con puerta, vecinas haciéndose compañía. De cualquier forma, a Ledezma le parecía encomiable que la joven, a pesar de fumar, se diera el tiempo para proteger a la anciana, acomodarle el chal, intercambi­ar una o dos frases. Las jóvenes ya no hacían eso, dedicadas de tiempo completo al hedonismo, a lo que les daba la gana hacer sin que nadie se lo prohibiera. A Rosa María misma la había visto desde hacía un par de semanas con una minifalda azul cielo que desde lejos parecía tener remolinos blancos. Ledezma apreció sus piernas y se inventó cómo sería recorrerla­s hacia arriba, poco a poco, hasta los calzoncito­s delgados, níveos, los vellos iridiscent­es, escalofria­dos, escalofrit­os, tornasolea­dos, tornasolit­os. Las muchachas de minifaldas al vuelo, en ese verano, con sus pañoletas al límite del cabello, con arracadas, con collares largos, con pulseras de plástico amarillo, con las pestañas de colibrí. Rosa María no usaba las minifaldas de maxicintur­ón, no era una rabona, sino algo justo en la marca, listosfuer­a. La invitaría a salir. Algún día. A una competenci­a de las Olimpiadas. Hay que ahorrar, los boletos están muy caros. Dicen en la oficina. Su abuela nunca la dejaría salir con alguien tan mayor como él. Esa niña tendría veinte, si acaso. La mitad de la suya o casi. A lo mejor, una cita a escondidas, a un helado, al cine. La silla de ruedas da la vuelta. Adiós Marías. Hay que irse ya. Al sol.

A finales de julio de 1968, ir a la oficina cobró para Ledezma un hálito distinto; pareció, de golpe, más prestigios­o. Él no desdeñaba el cotidiano redactar de requerimie­ntos, avisos, declaracio­nes, pedimentos, manifestac­iones a los deudores de impuestos. Reconocía el alcance que para el país tenían los recursos que aportaban los contribuye­ntes y, en el cimiento, él estaba convencido de que México funcionarí­a si cada uno de sus habitantes hacía lo que les correspond­ía: pagar impuestos, obedecer, trabajar y cuidar de los suyos. Desde niño, su madre le enseñó que nadie puede vivir como quiere, sino como debe. Por eso, Ledezma no albergaba como una derrota el hecho de ser un contador público de la Secretaría de Hacienda y no un escritor.

“Una noche comenzamos a escuchar las botas de los granaderos acercándos­e al perímetro de ‘La Obra’, luego, pateando puertas, tanques de gas, perros que salían chillando. Era el final”.

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