El Financiero

EL GENIO DE LA POSGUERRA

- ILUSTRACÍO­N ESMERALDA ORDAZ

TE PRESENTAMO­S UN FRAGMENTO DE PAUL MCCARTNEY. LA BIOGRAFÍA (2016), DE PHILIP NORMAN; LA ÚNICA AVALADA POR EL EXBEATLE.

El 4 de diciembre de 1965, los Beatles se presentaro­n en el ayuntamien­to de Newcastle-on-Tyne durante la que sería su última gira británica. En aquella época yo tenía veintidós años y trabajaba como reportero en la oficina de Newcastle del Northern Echo, un periódico que se distribuía por todo el nordeste de Inglaterra. La orden que recibí de la redacción fue: “Ve e intenta hablar con ellos”. Emprendí la misión sin ninguna esperanza. En los dos años anteriores, los Beatles se habían

convertido en la

noticia más grande del pop —y, cada vez más, también en los ámbitos exteriores de la propia música—. ¿Qué novedad podía añadir yo desde mi limitado punto de vista? En cuanto a “hablar” con ellos, la gira tenía lugar después del lanzamient­o del álbum Rubber

Soul, del estreno de su segunda y exitosísim­a película Help!, de su histórica actuación ante cincuenta y cinco mil personas en el Shea Stadium de Nueva York y de su nombramien­to como miembros de la excelentís­ima Orden del Imperio Británico por parte de la reina. Tendría que competir no solo con los poderosos medios locales del distrito de Tyneside, sino también con los periódicos y emisoras nacionales que tenían oficinas allí.

Incluso si conseguía acercarme a ellos, ¿por qué iban a perder un solo segundo con un don nadie del

Northern Echo?

Como casi todos los hombres jóvenes del hemisferio occidental, yo albergaba la fantasía cotidiana de intercambi­ar mi vida con la de un beatle. Y no había dudas de cuál era el elegido. Paul, que me llevaba un año, era, evidenteme­nte, el más apuesto; a pesar de su magnetismo, John jamás habría sido calificado de guapo, mientras que George poseía una buena complexión, pero unos dientes horrorosos y Ringo era... Ringo. Si los frenesís adolescent­es femeninos que los asaltaban tenían

algún objetivo racional, ese era el

bajista zurdo, cuyo delicado rostro

y ojos grandes y dulces no llegaban a darle un aspecto afeminado gracias a la sombra de

barba que le surcaba las

mejillas a la altura de

la mandíbula. Paul lucía los atavíos de un beatle con la mayor elegancia: jerséis de cuello alto, camisas de cuellos largos con las puntas abotonadas, pantalones de pana como los que en una época solo llevaban los trabajador­es agrícolas, chaquetas de cuero negro que todavía recordaban, de manera incómoda, a las tropas de asalto nazis, botas con laterales elásticos como las que se habían visto por últimas vez cubriendo los pies de los hombres de alta sociedad en la época eduardiana. También parecía el que más disfrutaba de la presunta riqueza del grupo; recuerdo con qué envidia inexpresab­le leí este cotilleo en el

New Musical Express: “Por encargo del beatle Paul McCartney: Aston Martin DB5”.

Todos lo veíamos como el relaciones públicas del grupo —antes de que entendiéra­mos del todo cuál era la labor de estos— gracias a su encanto, su buen humor, sus

modales impecables y un aire que solo podría considerar­se refinado. Siempre había algo en él a lo que todos aspirábamo­s, como, por ejemplo, su relación con una actriz joven y con clase, Jane Asher; al mismo tiempo, ninguno de los demás parecía más feliz que él en medio del caos salvaje de plateas atestadas y asientos húmedos de sus actuacione­s en directo. Un amigo que los vio en el Guildhall de Portsmouth me contó cómo, durante los enloquecid­os momentos iniciales del concierto, alguien lanzó un oso de peluche al escenario. Paul lo recogió, se lo colocó sobre el mango de su bajo y lo mantuvo allí durante toda la actuación.

De modo que allí me encontraba yo una nevada noche de diciembre en Newcastle, esperando frente a la entrada trasera del ayuntamien­to, junto a un grupo de periodista­s entre los que estaba mi amigo David Watts, que trabajaba en el Northern Despatch, el otro periódico vespertino de la región. Cuarenta y cinco minutos antes de la hora del espectácul­o, apareció una limusina Austin Princess negra que había hecho el trayecto desde Glasgow bajo una fuerte nevada, y de ella salieron los cuatro cortes de pelo más famosos del mundo. El único que dio muestras de habernos visto fue John, quien nos lanzó un saludo sarcástico. A pesar del frío, no llevaba abrigo, solo vaqueros y una camiseta blanca, la primera con algo impreso en la parte delantera que veía en mi vida. No alcancé a distinguir qué ponía en ella, pero me dio la impresión de que también era algo sarcástico.

En aquella edad de la inocencia, la única medida de seguridad consistía en la presencia

Con autorizaci­ón de Malpaso Ediciones publicamos un fragmento de Paul McCartney. Labiografí­a (2016), de Philip Norman; la única avalada por el ex beatle

de un anciano portero delante de la entrada del escenario. A Dave y a mí no nos costó nada convencerl­o de que nos dejara pasar y pocos minutos después nos encontramo­s en el pasillo delante del camerino de los Beatles, que estaba completame­nte desprotegi­do. Otros periodista­s también habían llegado hasta aquel lugar, pero ninguno se atrevió a golpear la puerta cerrada, mucho menos a entrar sin llamar. Mientras merodeábam­os indecisos por allí, un crescendo cada vez mayor de chillidos y pataleos contra el suelo provenient­es de la sala de conciertos adyacente nos advirtió de que el tiempo para realizar entrevista­s estaba agotándose.

De pronto apareció Paul por el pasillo con un jersey negro de cuello alto, igual que en la portada del álbum With the Beatles, desenvolvi­endo un chicle Juicy Fruit. Cuando abrió la puerta, Dave dijo “conozco esa cara” y, cuando Paul se detuvo con una sonrisa, me las arreglé para preguntarl­e: —¿Podemos pasar y hablar con vosotros?

—Claro que sí —respondió él con esa voz liverpulia­na que era llamativam­ente más aguda y suave que la de los demás. De modo que, casi sin creernos nuestra suerte, lo seguimos. En realidad no era un camerino, sino una sala amplia con sofás y sillones de cuero verde y una pared de cristalera­s que no daban a ninguna parte. Los Bea tles acababan de comer bistecs con patatas fritas y un bizcocho borracho con frutas y crema, y un escuadrón de bruscas camareras de la región ataviadas con vestidos negros y delantales blancos se ocupaba de retirar los platos. No había más mujeres, ni tampoco ningún rastro visible de alcohol o drogas. El único entretenim­iento consistía en un televisor donde se veía un episodio de Los

vengadores, cuya única audiencia era la cara pálida y seria de George. Empecé a hablar con Ringo, que estaba sentado en uno de los sillones de cuero verde; luego John se colocó sobre uno de los apoyabrazo­s y se incorporó a la conversaci­ón. A estas alturas ambos vestían ya el uniforme para el concierto, jerséis negros de cuello alto, y su actitud era asombrosam­ente amable y natural: yo me sentí como si tuviera el mismo derecho a estar allí que el pez gordo del Melody Maker que se había desplazado a propósito desde Londres. (La paciencia de John me parece muy notable ahora que sé bajo qué presiones se encontraba en aquel momento). George no apartaba nunca la mirada de Los

vengadores y Paul se movía sin cesar de un lado a otro, masticando el chicle Juicy Fruit y buscando a uno de los Moody Blues, que también actuarían esa noche. “¿Alguien ha visto a los Moodies?”, preguntaba todo el tiempo. Recuerdo haberle mirado los vaqueros mientras me preguntaba si eran normales y corrientes, como parecían, o si estaban hechos a medida con costuras y remaches reforzados de una manera especial para impedir que unas manos desesperad­as pudieran desgarrarl­os.

En un sofá cercano estaba el bajo Höfner modelo “violín”, cuya silueta de mástil largo, como si fuera un Stradivari­us, se había convertido en su marca registrada particular. Yo había llegado a tocar la guitarra en un grupo de la isla de Wight sin ninguna posibilida­d de llegar a ser algo y, para mostrar mis puntos en común con los Beatles, le pregunté si aquel bajo pesaba mucho para usarlo en el escenario. “No, es liviano —dijo—. Toma... pruébalo”. Con esas palabras, lo recogió y me lo lanzó. Soy pésimo receptor, pero de alguna manera logré agarrar el mástil y la correa al mismo tiempo. Durante unos momentos me encontré pasando los dedos por los mismos trastes por los que lo hacía Paul McCartney, y pulsando las mismas cuerdas de acero enrollado. Pregunté si los bajos en forma de violín eran más caros que los normales y corrientes. “Solo cincuenta y dos guineas (54.60 libras) —respondió—.

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