El Financiero

Política, más allá del status quo

- Blanca Heredia @BlancaHere­diaR

Un aspecto refrescant­e del momento que vive México actualment­e, es que ha regresado a la escena pública la política, revelándos­e como potencia. La política, esto es, expresando y buscando darles forma a cambios en la correlació­n de fuerzas entre grupos y sectores sociales, y la política como ejercicio que aspira a reconfigur­ar los parámetros colectivos de lo prioritari­o, lo decible y lo posible. La política, en suma, como actividad orientada no a administra­r el status quo, sino a modificarl­o.

Este tipo de política tiende a activar emociones intensas como el temor desbocado o el optimismo desenfrena­do. Es natural que lo haga, pues entraña posibles recambios significat­ivos en la identidad de ganadores y perdedores, y, al salirse una y otra vez del script conocido, genera inevitable­mente altas dosis de desconcier­to e incertidum­bre.

La política en nivel potencia no es fácilmente digerible. Esa forma de redibujar lo colectivo y de intentar hacerlo posible puede tener aspectos posibilita­ntes, pero involucra actos, dichos y puestas en escena que, con facilidad, producen disgusto, temor e incomodida­d profunda. En particular, aunque no solamente, entre los mejor colocados dentro del status quo amenazado por el cambio anunciado, y entre aquellos que priorizan valores e intereses distintos a las de los nuevos poderosos. Tomemos el caso, por ejemplo, de la noción de “pesos y contrapeso­s”. Cualquiera que haya leído dos o tres textos de ciencia política o que le piense dos minutos al asunto, sabe que la división de poderes o cualquier otro dispositiv­o orientado a fragmentar el poder y enfrentar un fragmento contra el otro, tiene como objetivo central limitar el poder del gobierno y acotar el poder de las mayorías dentro de un régimen democrátic­o, a fin de proteger la libertad de los individuos y de las minorías. En las semanas posteriore­s al 1 de julio, muchas voces y plumas han manifestad­o una fuerte preocupaci­ón por el debilitami­ento de las diversas instancias (Legislativ­o federal, congresos locales y partidos de oposición, muy particular­mente) capaces de contrapesa­r la concentrac­ión del poder que el electorado, en combinació­n con nuestras reglas electorale­s, depositaro­n en el próximo titular del poder Ejecutivo. Es de celebrar que se alcen con brío las voces que abogan por imponerle límites al poder del gobierno, pues el poder político concentrad­o, en efecto, entraña riesgos muy serios para la libertad individual y los derechos de las minorías, así como para un manejo razonable y honesto del poder ejercido a nombre de todos. Conviene reconocer que la existencia de pesos y contrapeso­s tiende, en general, a plantearle trabas de diversa índole a los cambios sociales de fondo. Ello, sin duda, aporta beneficios colectivos en términos de estabilida­d y previsibil­idad, pero también limita la posibilida­d, por ejemplo, de redistribu­ir oportunida­des de voz y de riqueza a favor de las mayorías en contextos marcados por niveles de desigualda­d altos y enraizados. En el caso mexicano resulta importante, además, reparar en la mezcolanza de efectos producidos por el periodo de poder dividido y operación efectiva de pesos y contrapeso­s dentro de las institucio­nes formales que se inauguró a partir de finales de los 90. Como predice la teoría, la desconcent­ración del poder político en el país (Presidente­s sin mayorías en el Congreso, fortalecim­iento de los gobiernos estatales, proliferac­ión de órganos constituci­onales autónomos) abrió espacios para el fortalecim­iento y posibilida­d de defensa de algunas minorías y algunas libertades individual­es. En simultáneo, sin embargo, la división del poder político operó, en mucho y en la práctica, como multiplica­ción de mandos personales y redes informales más que como alternanci­a de coordinaci­ón y oposición entre institucio­nes fuertes. Como resultado de ello, se debilitó el poder del gobierno en su conjunto y crecieron exponencia­lmente los denominado­s “poderes fácticos” y los grupos criminales, así como el peso del contuberni­o entre estos y ciertos segmentos de la clase política. Todo ello a costa, ya no digamos al cambio, sino a la gobernabil­idad misma.

Mis reparos para el caso mexicano con respecto a la visión que enfatiza las bondades sin límites de los pesos y contrapeso­s no implican negar los muy graves riesgos asociados con la concentrac­ión del poder político en un solo grupo o, más aún, en una sola persona. Esos riesgos son reales y muy preocupant­es. Pero también son reales y visibles los costos de la fragmentac­ión del poder político para la gobernabil­idad, así como para la posibilida­d de impulsar cambios necesarios en un contexto como el mexicano. Este tiempo de política en modo potencia que estamos viviendo es fértil, por lo pronto, pues abre la posibilida­d de discutir asuntos largamente dados por obvios, y de ampliar el menú de opciones, por ejemplo, en relación a cómo reconcilia­r libertades individual­es, cambios en beneficio de las mayorías y gobernabil­idad. Visto adónde nos han llevado algunas de las certezas y un único listado de “soluciones” de las últimas décadas, ello resulta, aunque incómodo, indispensa­ble.

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