Por Gabriela
He vivido en la colonia del Valle, en Ciudad de México, los últimos 25 años de mi vida. Viví justo enfrente del parque Pascual Ortiz Rubio, en Félix Cuevas y Gabriel Mancera, poco más de 20. Ahí llegué a los 10 años y se convirtió en el área verde más cercana de mi vida. Desde los 12 fui solo a jugar futbol con mis vecinos y después vi sus transformaciones: cuando albergaba cada jueves un mercado itinerante y la victoria de los vecinos para que se acabara la plaga de ratas que vivía entre las jardineras. Ahora llevo a mi hijo con regularidad, hay una zona de juegos de niños que se ha convertido en la favorita y algunas veces me encuentro viejos conocidos.
Este fin de semana regresé, el sábado a las 12 del día, y lo encontré vacío. La zona de juegos tenía un niño vigilado por sus padres y apenas vi gente paseando a sus mascotas. No había regresado desde que se dio a conocer, hace algunos días, la tragedia de la joven Gabriela Ramírez. ¿Quién es Gabriela? La incesante violencia a la que estamos acostumbrándonos en esta ciudad ya no nos permite recordar nombres ni rostros. Pero este se me quedó grabado. Una mujer de 25 años que había sido vista por última vez en este parque de la colonia del Valle mientras paseaba a su perro la noche del domingo 29 de julio. Esa noche desapareció.
Horas después de que su familia reportó su desaparición se dio a conocer el hallazgo de su cuerpo, que, de acuerdo con reportes periodísticos, se encontró maniatado y con un tiro en la cabeza la madrugada del 30, en la esquina de Minas de Arena y Sur 114, en la colonia Cove, en la delegación Álvaro Obregón. Como pasa en la lista de feminicidios que a diario se cometen en la que un día fue una ciudad segura, hasta ahora no se ha detenido a nadie y no se conoce a ciencia cierta el móvil del crimen.
¿Cómo impacta el asesinato de una mujer en una comunidad? La espiral de silencio y de preocupación trastoca todas las vidas que rodean esta tragedia. Los vecinos no dejan de hablar de la violencia, suspenden salidas, cambian rutas, salen en grupos, no se atreven a caminar solos. El parque no recupera su normalidad. Quienes llegan y no lo saben se enteran en cuanto hacen conversación. El mismo sábado participé en una plática informal con vecinos en el área destinada a los perros: nadie sabe en qué va el caso, voltean al piso mientras mueven la cabeza de un lado a otro cuando escuchan la historia de la joven Gabriela, y se muestran preocupados porque todos coinciden en que ahora eso le puede pasar a cualquiera.
Los crímenes violentos han dejado de ser cosa de zonas que calificábamos como marginadas; ya no son sólo peligrosas colonias como La Doctores o alguna de Iztapalapa, que históricamente registraba altos índices delictivos, ahora un parque en una colonia céntrica también es territorio de quien, sabiendo la impunidad que padecemos, no duda en lastimar.
“¡No puede ser! Aquí no, tan cerca de uno”, dice una señora que ha cambiado sus rutinas al parque al mediodía, aunque el sol no la deje estar en paz, y justo pienso en que cuando dice “aquí no” es nuestro problema, pensar que México nos es ajeno, que el asesinato de una adolescente en Tamaulipas es distinto al de uno en la Del Valle, o que la desaparición de una familia en Guerrero merece menos importancia que una en Monterrey. Debemos de estar preocupados, debemos de estar extrañados, debemos no soportar vivir en este país porque las cifras de mujeres asesinadas, de desaparecidos, de homicidios dolosos son insostenibles.
Sólo entre 2014 y 2017, el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) documentó 647 muertes de mujeres en CDMX. Catorce feminicidios cada mes… una cada dos días… la PGJDF sólo investiga un tercio de estas como un feminicidio. Desde ahí comienza la impunidad.
Y a pesar del miedo y la preocupación, yo regresaré a mi parque como lo hice el fin de semana, convencido de que no podemos acostumbrarnos a la violencia y mucho menos al miedo. Por Gabriela… por todas.
“La incesante violencia ya no nos permite recordar nombres ni rostros”