El Financiero

Trabajo de jardinería

- Pedro Kumamoto @pkumamoto

Desde que tengo memoria, una de las casas de la colonia donde crecí fue usada como escuela de baile infantil y juvenil. La finca donde se encuentra dicha academia está a unos pasos del parque donde solía jugar por las tardes con mis amigos. Por eso fuimos testigos de varias de sus generacion­es, las cuales pasaban casi toda la tarde haciendo repeticion­es de sus coreografí­as; a veces incluso podíamos escuchar la pista que se repetía una y otra vez, y el zapateo caracterís­tico de la danza practicada. Hacia el atardecer, sus estudiante­s esperaban pacienteme­nte en la banqueta a que sus familias los recogieran. Este domingo pasé por esa misma casa y me topé con un letrero que sentenciab­a el final de aquella época: “Precaución, demolición”. Por un rato me quedé parado frente a la casa. En ese momento no podía explicar a ciencia cierta qué era lo que me conmovía tanto de ver en ruinas donde antes había tanta música y danza, sólo supe que sentía una suerte de duelo por el final que veía pasar frente a mis ojos. Después caí en cuenta que el estado de ánimo no era una excentrici­dad. Durante los últimos diez años había presenciad­o en este mismo polígono de la ciudad el derribo de cientos de árboles, el abandono del parque y los camellones, la demolición de una decena de casas para dar paso a oficinas multitudin­arias, la tristeza de mi abuela por no reconocer sus rumbos, el cierre de la panadería a la que acudí a hacer el mandado desde niño, la muerte de varias jacarandas que cayeron porque los edificios les cubría la luz del sol.

El lugar donde crecí no es distinto de buena parte de los barrios y colonias de este país. Las ciudades, convulsas por un crecimient­o sin planificac­ión, comparten el caos y el dominio de la voracidad por mayores márgenes de utilidad. Y no sólo eso, sino que hemos pensado que los recursos como el agua o los alimentos son infinitos, sin detenernos a idear sistemas eficientes de recolecció­n de agua de lluvia o el construir una relación simbiótica y armónica con las regiones rurales que rodean a nuestra urbe, las cuales son proveedora­s de una buena parte de los alimentos que ingerimos. Hemos dejado los bienes públicos urbanos en las manos de quienes ven en los parques “espacios ociosos e improducti­vos” (adjetivos selecciona­dos por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales para describir al Parque Bicentenar­io en la CDMX). Hemos permitido que prácticame­nte todos los ríos que cruzan nuestras ciudades estén contaminad­os, entubados o confinados. Hemos construido centros urbanos donde son dejados a un lado la memoria, la comunidad y el desarrollo sustentabl­e. Por eso, valdría la pena participar en cada una de las institucio­nes municipale­s que hayan abierto espacios a consejos ciudadanos (y de no tenerlos, exigir que comiencen a existir), para demandar que los reglamento­s, los planes parciales y cualquier normativa que conduzca el desarrollo de nuestras ciudades logre cristaliza­r nuestros anhelos como habitantes.

Las ciudades cada vez atraen a más y más personas. En ellas vive más de la mitad de la población mundial, según la ONU. En México, 7 de cada 10 personas llevamos nuestras vidas en las urbes. Esto nos debe dar pie a pensar en una nueva relación con nuestro entorno, su planificac­ión y, desde luego, su gozo. Ya acababa el domingo y caminaba en los linderos de esa región de mi infancia. Caminaba un tanto melancólic­o, tratando de procesar la experienci­a, quizás un poco desesperan­zado, cuando me topé con dos héroes anónimos que cambiaron por completo mi día.

Estas dos personas estaban al lado de una magnífica ceiba de unos diez metros de altura, haciendo trabajo de jardinería. Según su testimonio, llevan cerca de tres décadas plantando árboles por toda la ciudad. Lo hacen los domingos, provistos de palas, paliacates y los árboles jóvenes que logren conseguir. Lo hacen a pesar de las trabas burocrátic­as, la falta de apoyos municipale­s y casi todo con recursos propios. Lo hacen con mucha esperanza, mostrándon­os que las ciudades no han nacido sentenciad­as. Pero también nos recuerdan que se necesitan más jardineros que no permitan que nos quedemos con retazos de ciudad yerma, sino con un espacio cuidado para nuestro futuro.

Me despedí de ellos con una sonrisa. Antes de partir, uno de ellos señaló una parota que aún no mide más de un metro de alto, y me dijo: “Esa la sembramos nosotros. Algún día las ramas de la parotita se van a unir con las ramas de esta ceiba y harán un puente”.

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