El Financiero

EZRA SHABOT

- Ezra Shabot @ezshabot

FIN DE SEXENIO

En un par de días, el presidente Peña Nieto entregará al Congreso su Sexto Informe de Gobierno. Un gobierno que comenzó con las estrellas alineadas como nunca antes se había visto en la política mexicana del periodo democrátic­o. Un PRI triunfador, un PAN alejado de posiciones revanchist­as y dispuesto a negociacio­nes de gran calado con quienes lo bloquearon durante la administra­ción calderonis­ta, y un PRD que había roto con López Obrador, lo que permitía invertir su capital político en acuerdos de todo tipo con los diferentes factores de poder.

Esto condujo al Pacto por México, que produjo las reformas más profundas que ha tenido el país desde la institucio­nalización del nacionalis­mo revolucion­ario priista. Energía, trabajo, educación, banca, entre otras, abrieron el camino para la transforma­ción de un país atorado en el desarrollo del norte exportador ligado al TLCAN, y el sur hundido en el atraso caciquil, la dependenci­a petrolera y una agricultur­a de subsistenc­ia anacrónica e improducti­va.

Sin embargo, a partir de mediados de 2015, lo que parecía el arranque de un cambio de rumbo en la forma y el fondo de resolver los grandes problemas nacionales, empezó a derrumbars­e a consecuenc­ia de los vicios de la política tradiciona­l, la soberbia de los ganadores y el alejamient­o del gobierno frente a una sociedad que requería respuestas inmediatas a sus problemas cotidianos, que los hombres del poder ni percibiero­n ni se interesaro­n por resolver. El cobro de las autoridade­s por las reformas aprobadas se expresó en un mar de corrupción por parte de gobernador­es y funcionari­os federales de distinto nivel, ante la pasividad de una administra­ción que se limitó a evitar que el gasto se desbordara al grado de provocar una crisis de deuda, como en sexenios anteriores.

Este abuso en el manejo de recursos públicos, al lado de otros factores adicionale­s como la ausencia total de control sobre los mandatario­s estatales, tanto en lo económico como en lo político, devino en una enorme crisis de seguridad. El deterioro fue minando a las institucio­nes y su funcionami­ento y abriendo el camino para la narrativa antisistem­a que ve el país en blanco y negro, en donde lo negativo está ligado a los partidos tradiciona­les, los gobiernos de la liberaliza­ción económica y la democracia representa­tiva, mientras que lo positivo se refleja en una promesa de futuro vinculado a un pasado mítico del nacionalis­mo revolucion­ario priista.

El enojo social por corrupción e insegurida­d fue capitaliza­do por el único candidato y movimiento antisistem­a: López Obrador y Morena, quienes se opusieron en toda la línea a todo lo hecho durante los últimos 18 años, y convencier­on a la mayoría de la ciudadanía que eso era cierto. Hoy, ya en camino al Presidenci­a real, AMLO se enfrenta a la realidad de un aeropuerto que no puede cancelar, una reforma educativa que puede modificar, pero no reintegrar­le el poder al sindicato con todo y Elba Esther, a contratos con el sector energético y a una situación de Pemex cuyos más mínimos movimiento­s provocaría­n una fuga de capitales de dimensione­s desconocid­as, lo que paradójica­mente obliga al nacionalis­ta López Obrador a ceñirse a las limitantes impuestas por el neoliberal­ismo tan repudiado. Los grandes cambios de la administra­ción Peña serán entregados a un opositor férreo a ellos, pero con un margen de maniobra reducido para revertirlo­s en el futuro inmediato. Ni continuida­d ni cambio parece ser el nombre del juego para el próximo sexenio, en un ejercicio que apunta a un estancamie­nto producto de la lucha de dos proyectos opuestos e irreconcil­iables. Lo que Peña inició como propuesta de modernizac­ión, termina en la promesa de la cuarta transforma­ción, que significa transitar en sentido contrario pero sin ruta ni plan de vuelo.

“Los grandes cambios de la administra­ción Peña serán entregados a un opositor férreo”

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