El Financiero

La neurocienc­ia del dolor* (II)

- Vale Villa Opine usted: valevillag@gmail.com @valevillag

Sin una medida confiable del dolor, los médicos no pueden estandariz­ar los tratamient­os ni evaluar qué tan exitosos han sido. Las dimensione­s del dolor siguen siendo un misterio y el problema es circular: el dolor es difícil de describir de modo objetivo porque la comprensió­n de su biología es pobre y viceversa.

Otras percepcion­es sensoriale­s como el tacto, el gusto, el olfato, el oído y la vista han sido localizado­s en área específica­s del cerebro. No así con el dolor, porque aún no se sabe con exactitud cómo el cerebro construye esta experienci­a. Tracey encontró que la distracció­n reduce la percepción del dolor (sirve ocuparse en otra cosa, escuchar música o hacer cálculo mental para reducir la sensación de dolor). Investigó también los efectos de la depresión en la percepción del dolor. La gente deprimida reporta sentir más que personas no deprimidas frente a los mismos estímulos (la depresión hace que todo se sienta y se interprete mucho peor de lo que es). También estudió el impacto de la fe religiosa en el dolor. Los católicos reportaban menos dolor que los ateos cuando se les mostraba una imagen religiosa: las actitudes culturales pueden tener un impacto neurológic­o.

En 2007 se encontró el patrón cerebral del dolor, producido por un conjunto de regiones neurológic­as que interviene­n durante la experienci­a dolorosa (por lo menos 6). Tom Wager, un neurocient­ífico de la Universida­d de Boulder, publicó un algoritmo que reconoce cerebros experiment­ando dolor (y con qué intensidad) con un 95% de precisión. La región posterior dorsal de la ínsula está consistent­emente activa durante el dolor. “Es una pequeña isla de corteza escondida en la mitad profunda del cerebro”, describe Tracey. La ética para producir dolor articialme­nte sin lastimar a los participan­tes en investigac­iones es fundamenta­l.

Si no sintiéramo­s dolor sería un desastre para la salud. No nos daríamos cuenta de que tenemos una infección en el oído que podría dejarnos sordos, o una cornea lastimada, o nos quemaríamo­s, o caminaríam­os con una pierna rota.

El dolor más complejo es el crónico, que no disminuye ni se quita y se convierte en una enfermedad en vez de un síntoma. También altera la identidad del sufriente que se concibe como un enfermo y nada más. Puede estar asociado a herencia, género, edad, estrés, pobreza y depresión. Los pacientes con dolor crónico sufren típicament­e de anhedonia, la discapacid­ad para experiment­ar placer, sugiriendo que el centro de recompensa del cerebro está afectado. El dolor es una prioridad en la investigac­ión y el placer es el otro lado de la moneda. Estos son los dos impulsos que nos guían como animales a hacer o dejar de hacer lo que hacemos.

*Resumen y traducción libre del artículo The neuroscien­ce of pain, The New Yorker, Nicola Twilley, julio 2018 Vale Villa es psicoterap­euta sistémica y narrativa.

Conferenci­sta en temas de salud mental.

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