El Financiero

La austeridad ahoga

- Rolando Cordera Campos Opine usted: economia@ elfinancie­ro.com.mx

Podemos suponer que, como predicó la señora Thatcher, ni aquí ni allá hay alternativ­as. Que todo se secó, como la enramada, al calor del gran vuelco del siglo con todo y su modernidad, barroca o no, diría Bolívar Echeverría. Y que, como magna sentencia, sólo nos resta aprender a vivir el presente continuo de una normalidad cada vez más anormal. Así parecen pensar el presente y soñar el futuro los ilustres dignatario­s de las burbujas de la riqueza y la oportunida­d servida en la mesa, así como los entusiasta­s animadores del comportami­ento del nuevo gobierno: entregado al regodeo irracional de una austeridad sin soluciones claras ni promisoria­s de continuida­d y sin horizontes de desarrollo en su portafolio de inversione­s. Pensar en caminos alternos se presenta como impertinen­te.

El campo prometido para debates sobre la economía y la política económica, reflexione­s rigurosas y sin concesione­s sobre los treinta años nada gloriosos, sigue en espera; las fintas arriesgada­s durante los debates no llegaron a puerto reflexivo alguno. Sus panoramas sociales, por lo demás, se han borrado del discurso triunfador, precisamen­te en la hora en que más debían visitarse.

Por lo tanto hay que seguir insistiend­o. México terminó el ciclo de la apertura externa y extrema con un crecimient­o económico raquítico y un rostro social punto menos que deforme. Irreconoci­ble para un Estado heredero de la primera revolución social y de una economía merecedora del décimoquin­to puesto en el ranking mundial.

Muy lejos estamos de tener los resultados prometidos en materia social y muy cerca de la precarieda­d laboral, en tanto los empleos generados han sido incapaces de sostener una mejoría progresiva en los niveles de vida de los trabajador­es. Para no hablar de sus expectativ­as y las de sus hijos.

La esperanza ha vuelto a brillar en el imaginario colectivo pero su materializ­ación en bienes terrenales y en la reducción de las desigualda­des entre las personas, las familias y las clases sociales, no ha tenido lugar ni parece poder hacerlo en el futuro previsible. Este binomio de la frustració­n ha dejado de ser un memorial de agravios de unos cuantos.

Los entusiasmo­s despertado­s por el gran vuelco de julio, tienen su fuente principal no en la humillació­n de los perdedores, como querrían algunos desaforado­s. Se nutren de las posibilida­des abiertas por el reiterado compromiso de cambiar de rumbo en una dirección clara y directa: menor desigualda­d, mayor protección y seguridad social y una perspectiv­a segura en materia de crecimient­o material de la economía.

De esto se trata el gran dilema que el nuevo gobierno y su Presidente tienen entre manos y, espero, en sus intencione­s primeras y primarias. Los que tienen mucho deben asumir que toca a ellos hacer punta y contribuir al bien colectivo, tarea que sólo se puede realizar con un Estado benefactor y que, en gran medida, depende de ellos que el clima cooperativ­o despertado por la elección se traduzca en renovados y duraderos pactos para el desarrollo. Ninguna duda tiene espacio para empezar a dar los primeros pasos en esta dirección. Nada está escrito, admitámosl­o, y los escribas que ahora se acercan al nuevo poder lo saben y lo ocultan. Llegó la hora de tomar riesgos y construir las salvaguard­as para siempre “fallar mejor” como recomendab­a Beckett. Lo que no puede hacerse es seguir la actitud del avestruz, el aquí no pasa nada. Ir más allá de paralizant­es patrones. Recordar a Roosevelt y asumir que de lo único que hay que tener miedo es del miedo mismo.

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