El Financiero

Mi participac­ión ingenua en la caída de Lehman

-

JOHN GAPPER

Hace diez años, Jim Wilkinson, el entonces jefe de gabinete del Tesoro estadounid­ense, envió un correo electrónic­o lleno de angustia a un colega funcionari­o. “No puedo soportar que rescatemos a Lehman; será algo horrible en la prensa”. Dos días después, su jefe Hank Paulson les advirtió a otras personas en una conferenci­a telefónica: “No puedo ser el Sr. Rescate”. Unas horas antes de que el Sr. Paulson hablara, el Financial Times publicó una columna un poco burlona escrita por mí, en la cual le aconsejé al secretario del Tesoro que se tomara el fin de semana para dedicarse a su afición de observar aves. El gobierno debería resistir la presión para salvar a Lehman Brothers, como lo habían hecho Bear Stearns, Fannie Mae y Freddie Mac, las institucio­nes hipotecari­as, escribí. Había “hablado enérgicame­nte sobre el riesgo moral. . . pero había sido un poco indulgente”.

En cuestión de días, el Sr. Paulson le hizo caso a mi consejo (y al de los demás) y permitió que Lehman colapsara, desencaden­ando la peor crisis financiera de posguerra y desatando daños económicos y sociales que todavía perduran. Es raro que un artículo resulte contraprod­ucente tan rápida y espectacul­armente, y yo he tenido una década para reflexiona­r sobre mi participac­ión en la caída de Lehman.

A pesar del paso del tiempo, quienes estuvieron involucrad­os aún discuten sobre si el gobierno y la Reserva Federal podían haber salvado de forma legal al banco de inversión, y si ignorar a los críticos como yo hubiera cambiado en algo las cosas. Mi conclusión es que yo me equivoqué, pero me hubiera gustado estar en lo cierto.

Por supuesto que estabas equivocado, podrían pensar los lectores: no te debería tomar 10 años para darte cuenta de ello. Pero el riesgo moral no es sólo una construcci­ón que debe evitarse en los libros de texto de economía. Considerem­os la amargura transmitid­a por los rescates, la indignació­n por cómo los banqueros fueron salvados de la insensatez y el precio que otros pagaron. La intervenci­ón resultó ser una necesidad, pero una muy dolorosa. No podemos estar seguros de que si se hubiera rescatado a Lehman se habría provocado menos sufrimient­o. Scott Freidheim, un exejecutiv­o de Lehman, insiste en que “se habría evitado la carnicería que sufrió el mundo”. Por otro lado, Jamie Dimon, director ejecutivo de JPMorgan Chase, le dijo a la Comisión de Investigac­ión de la Crisis Financiera de EU (FCIC, por sus siglas en inglés) en el año 2010 que “aun así habrían pasado cosas terribles”.

Me inclino por esta última opinión. AIG, la compañía de seguros que respaldaba los derivados hipotecari­os tóxicos, tuvo que ser salvada rápidament­e y el sistema estaba demasiado frágil como para haber sido estabiliza­do por un solo rescate. Paul Volcker, expresiden­te de la Reserva Federal, comparó el rescate de Bear Stearns en marzo de 2008 con el niño holandés del cuento que puso su dedo en una filtración en un dique de protección contra inundacion­es para salvar Haarlem. Pero Wall Street tenía filtracion­es por todos lados. No me importa que Lehman haya sido tratado con más severidad que Bear o, posteriorm­ente, Goldman Sachs y Morgan Stanley. La FCIC concluyó que la incoherenc­ia “aumentó el pánico y la incertidum­bre en el mercado”, pero que instituir una fórmula de rescate habría alentado nuevos abusos. Ningún banco debería haber tenido el derecho a esperar o exigir el rescate.

Pero nada de esto — ni mi autojustif­icación en el año 2010 afirmando que dejar que Lehman colapsara era “una apuesta que valió la pena” — me exime de responsabi­lidad. Mi argumento tenía que ver con algo más que con el destino de un banco imprudente. Se refería a todos los bancos de inversión e institucio­nes comerciale­s de Wall Street, aparte de los bancos minoristas.

Lo que me sorprende ahora es más mi ingenuidad que mi error. Yo esperaba y creía — de forma absurda, dado que las barreras entre los bancos comerciale­s y de inversión se habían debilitado por los cambios en las leyes y fusiones estadounid­enses — que los bancos de inversión aún eran pequeños y estaban lo suficiente­mente separados como para colapsar sin provocar una crisis. Drexel Burnham Lambert había quebrado en 1990 con una saludable falta de intervenci­ón oficial. Incluso se criticó a la Reserva Federal por acorralar a los bancos de Wall Street en una sala y engatusarl­os para que aceptaran un rescate privado de Long-Term Capital Management, el fondo de cobertura, en 1998. Se esforzó en vano para limitar la participac­ión pública de la misma manera durante el fatídico fin de semana de Lehman.

Las cosas habían cambiado de una forma que subestimé totalmente. La garantía de la Reserva Federal del financiami­ento a corto plazo “debería evitar un pánico bancario”, escribí sobre Lehman. Ay. Para el lunes, no sólo había quebrado, sino que todo el mercado de papel comercial estadounid­ense estaba bloqueado. En cuanto al sitio oculto de AIG en el núcleo del sistema financiero, yo no tenía ni idea y muy pocos la tenían. Vivimos con las consecuenc­ias de esa semana de septiembre, no sólo en la inflación de los activos y las distorsion­es económicas, sino en el sentido de injusticia que muchas personas sienten con razón. Ojalá estuviéram­os aún en la situación que imaginé.

“Me equivoqué” al pedir que dejaran que fracasara el banco

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico