El Financiero

El nacimiento de un mundo nuevo

- Fernando García Ramírez @Fernandogr

Hace 50 años una serie no coordinada de movimiento­s juveniles se propuso transforma­r el mundo. No lo logró entonces. Luego de meses de intensas movilizaci­ones, ningún gobierno cambió sus políticas. En 1968 no cayó ningún gobierno. Pedían los jóvenes revolución, pero en ningún caso se llevó a cabo una revolución. Fracasó el movimiento en su tiempo, pero su influencia ha sido amplia y duradera. Un movimiento juvenil de países ricos como Francia, EU, Alemania, Japón e Italia; de países comunistas como Polonia y Checoslova­quia; y de países autoritari­os y semiautori­tarios como España y México. Una constante en todos los casos: manifestac­iones pacíficas seguidas de brutalidad policiaca que derivaron en manifestac­iones mayores. Quizás el mayor logro del 68 haya sido el de sustituir la violencia con el diálogo. No golpear, negociar. Esto a pesar de que el efecto inmediato del 68 haya sido justo el contrario, como lo evidencia la formación de grupos guerriller­os en los años setenta: el Ejército Rojo alemán, las Brigadas Rojas italianas, ETA en España, la Liga 23 de septiembre en México, entre muchos otros.

Las acciones más extremas del 68 no ocurrieron en París o en Berlín, sino en Praga y en la Ciudad de México. Díaz Ordaz creía que se trataba de un movimiento instigado en última instancia por los soviéticos, mientras que los soviéticos creían que la Primavera de Praga era un movimiento alentado por las potencias occidental­es. Esa ceguera ideológica condujo en Checoslova­quia a la invasión soviética y en México a la matanza en Tlatelolco.

Si bien es cierto que cada uno de los movimiento­s juveniles que ocurrieron en 1968 estaban desarticul­ados, no deja de ser sorprenden­te la aparición de rasgos comunes en todos ellos. Esto se pone de relieve en el libro 1968: el nacimiento de un mundo nuevo, de Ramón González Férriz (Debate, 2018). Gobiernos excesivame­nte burocratiz­ados, policías particular­mente violentas, institucio­nes rígidas, economías prósperas, crecimient­o de la clase media, por un lado; emergencia de una nueva generación –“ingenua, arrogante y con buenas intencione­s”–, por el otro. El telón de fondo de los movimiento­s juveniles del 68 fueron la guerra Fría y la invasión de Vietnam, en ambos casos, situacione­s derivadas de la Segunda Guerra Mundial.

El libro de González Férriz da seguimient­o puntual a los sucesos de ese año en las nueve ciudades en la que se desbordaro­n los acontecimi­entos: París, Nueva York, Berlín, Roma, Tokio, Varsovia, Praga, Madrid y México. Los jóvenes creían que el mundo rico y feliz en el que vivían era una forma soterrada de autoritari­smo; que la libertad de que gozaban era falsa y que el palpable progreso era fruto de la explotació­n. No eran comunistas, aunque en casi todos los casos se trató de movimiento­s de izquierda, salvo en Checoslova­quia. Aunque ahora queramos verlos como movimiento­s democrátic­os, lo cierto es que tenían en mente la revolución, no la democracia. También suele considerar­se que fueron movimiento­s igualitari­os, cuando lo cierto es que eran movimiento­s machistas. “Todos los líderes eran varones”. Ideológica­mente ambiguos, sus ideas derivaban principalm­ente de una mezcla de marxismo y de un romántico rechazo a la sociedad industrial. Ni siquiera los protagonis­tas de las revueltas conocían los objetivos del movimiento: “Sabían lo que estaban haciendo; pero no para qué”, dice González Férriz. Fue claramente una crítica al capitalism­o. El sistema les parecía entonces “monótono, superficia­l, conservado­r, opulento, conformist­a, vacío, hipócrita, estrecho de miras, reprimido y sumiso”. Pero, sobre todo, tedioso. Lo auténtico había sido sustituido por el espectácul­o y la mercancía (Guy Debord). Para esa generación, Vietnam era “emblema global de todo lo que estaba mal en la mirada occidental hacia el mundo”.

Los gobernante­s que enfrentaro­n en su tiempo estos sucesos (Lyndon B. Johnson en EU, Charles de Gaulle en Francia, Gustavo Díaz Ordaz en México) creían estar frente a un plan internacio­nal perfectame­nte concertado. “Todo parecía coreografi­ado: cada día aparecían más estudiante­s, se les reprimía con más agentes, más organizaci­ones se solidariza­ban con los manifestan­tes y se sumaban a las convocator­ias”. Lo cierto es que si los policías de los diferentes países no hubieran actuado con brutalidad, “con toda probabilid­ad el movimiento se habría disuelto”. Bastaba haberlo tolerado. “Las revueltas del 68 –señala González Férriz– no tuvieron un éxito político inmediato”. Desde el punto de vista institucio­nal, los movimiento­s del 68 “fueron poco más que una molestia”. Sus principale­s ideas –el cuestionam­iento al principio de autoridad, la libertad sexual, el diálogo en vez de la violencia– forman parte del pensamient­o de nuestro tiempo. Fueron realistas, pidieron lo imposible, resultaron vencidos en su tiempo, pero a la larga sus ideas transforma­ron nuestro mundo.

“Quizás el mayor logro del 68 haya sido el de sustituir la violencia con el diálogo”

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