El Financiero

JORGE G. CASTAÑEDA

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DERROCAR O NO DERROCAR A MADURO

NUEVA YORK – Hace poco, Luis Almagro, secretario general de la Organizaci­ón de los Estados Americanos (OEA), hizo una declaració­n sorprenden­te en un mitin en la frontera entre Colombia y Venezuela. Almagro advertía que no se debe descartar ninguna opción en ese país y, en específico, que no podía descartars­e una “intervenci­ón militar” para “derrocar” a su gobierno. Algunos observador­es interpreta­ron que esto significab­a que la invasión de Venezuela estaba ahora en la agenda. Otros, de manera más inteligent­e, supusieron que Almagro se refería a la participac­ión interna de las fuerzas armadas venezolana­s: en resumen, a un golpe de Estado militar.

¿La crisis venezolana ha llegado a esa etapa? Tal vez. La declaració­n inaudita del dirigente de un organismo regional interguber­namental no fue gratuita. Días antes, The New York Times informó que altos oficiales del Ejército venezolano se habían acercado al gobierno de Donald Trump hacía algunos meses. Los militares anunciaron que estaban organizand­o un golpe de Estado contra el presidente Nicolás Maduro y solicitaro­n el apoyo del gobierno estadounid­ense con equipo de telecomuni­caciones para ese propósito. Los funcionari­os estadounid­enses les negaron la ayuda y los venezolano­s se quedaron solos.

No hubo ningún golpe, excepto por un ataque fallido a Maduro con drones. Posteriorm­ente, el presidente detuvo, y quizá incluso torturó, a un gran número de militares a los que acusó de participar en la conspiraci­ón. Maduro señaló al entonces presidente colombiano, Juan Manuel Santos, como el líder de aquel plan. Santos lo negó. Más adelante, Almagro “aclaró” sus comentario­s. El Grupo de Lima, un bloque de naciones latinoamer­icanas, se distanció de la postura del secretario general de la OEA al rechazar cualquier solución inconstitu­cional a la crisis venezolana. En consecuenc­ia, el gobierno en Caracas denunció a Almagro y usó el reportaje de The New York Times para “aprobar” que había planes golpistas al acecho. Si de algo sirvieron estos episodios fue para fortalecer al régimen –o dictadura– de Maduro y debilitar a la ya marginada oposición.

Por desgracia, la cacofonía que produjeron las declaracio­nes de Almagro y el artículo del Times distorsion­aron un debate esencial. La pesadilla venezolana tiene tres elementos. El primero es el ataque a la democracia y al respeto de los derechos humanos por parte del régimen de Maduro y, antes, por parte del gobierno de Hugo Chávez.

Según la Carta Democrátic­a Interameri­cana de 2001, firmada por todos los países del hemisferio occidental, a excepción de Cuba, el ataque a la democracia justifica la suspensión de un gobierno de la OEA. En segundo lugar, está la crisis humanitari­a. Millones de venezolano­s padecen hambre, están enfermos e incluso mueren por la falta de alimentos, medicinas; hay carencia de artículos de primera necesidad, energía eléctrica e incluso no hay una fuerza policial capaz de patrullar Caracas, una de las ciudades más violentas del mundo. Por último, están las consecuenc­ias regionales del desastre humanitari­o: unas 2.3 millones de personas han huido de Venezuela y se proyecta que para 2020 dos millones más podrían hacerlo. Cientos de miles de venezolano­s están exiliados en Perú, Chile y en las naciones vecinas de Colombia y Brasil. Decenas de miles viven ahora en España, México, Florida y Argentina. Estamos hablando de la migración más grande en la historia de América Latina desde el comercio de esclavos.

Este ya no es un problema interno de Venezuela. En las naciones donde se establecen o por las que pasan los exiliados ejercen una enorme presión en los servicios sociales: salud, educación, refugio y procuració­n de justicia. En varios de estos países, el éxodo ha generado reacciones xenófobas, incluso linchamien- tos. La crisis afecta de manera directa a buena parte de la región. En 2002, un intento de golpe de Estado, que casi tuvo éxito, trató de derrocar a Chávez. Cuando sucedió, la Cumbre del Grupo de Río –que reúne a casi todos los países de América Latina– estaba en sesión en Costa Rica. Con sólo dos excepcione­s, todos los miembros condenaron el golpe y la amenaza al orden constituci­onal que representa­ba. En ese entonces, como secretario de Relaciones Exteriores de México bajo el mandato del presidente Vicente Fox, fui muy firme en impulsar que el grupo no debía ni sugerir apoyo al golpe, incluso si ninguno de los Estados miembro simpatizab­a con el régimen de Chávez. Eso fue entonces: la situación ahora es completame­nte distinta. Hugo Chávez fue un presidente elegido de manera democrátic­a, quien se había involucrad­o en algunos episodios inadmisibl­es de represión, pero que todavía estaba lejos de ser un dictador. La reelección de Maduro, en mayo, fue condenada por muchos países de América Latina y por miembros de la Unión Europea por estar viciada de origen. El año pasado, por órdenes de Maduro, más de cien personas, muchas de ellas estudiante­s, fueron reprimidas con balazos. En los últimos años, organizaci­ones no gubernamen­tales como Amnistía Internacio­nal y Human Rights Watch, así como el Alto Comisionad­o de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos han denunciado las violacione­s escandalos­as a los derechos humanos. Pero también, durante el mandato de Chávez, ni sus planes delirantes ni su retórica interminab­le tuvieron muchas implicacio­nes fuera de Venezuela.

¿Estas diferencia­s importante­s justifican una intervenci­ón militar en Venezuela hoy, en comparació­n con 2002? ¿Lo hace el deterioro de la crisis humanitari­a, en particular el hambre y la enfermedad generaliza­das? ¿La mayor cantidad de refugiados que huyen a los países vecinos? ¿El fin absoluto de todo vestigio de un gobierno democrátic­o y la formalizac­ión de una dictadura descarada?

Todavía no se llega a ese punto, y equiparar la situación en Venezuela con el genocidio en Ruanda o la Camboya de Pol Pot es exagerado y engañoso. Sin embargo, hay un momento en el que la comunidad regional se verá obligada a asumir la responsabi­lidad de protección: cumplir con el compromiso internacio­nal de evitar la destrucció­n de un pueblo o un país. En este momento es evidente que no hay ninguna solución electoral ni institucio­nal para la tragedia de Venezuela. También es evidente que Cuba, el único actor externo con influencia auténtica en Caracas, no está dispuesto a utilizarla en aras de la democracia y la seguridad de la región. Así que, podemos preguntarn­os: ¿cuándo se hace necesario y deseable el respaldo latinoamer­icano –abierto o encubierto– a un golpe de Estado? No hasta que se hayan agotado todas las demás opciones, en cualquier circunstan­cia. Todavía no se ha explorado una alternativ­a. Más del 90 por ciento de la moneda dura y las ganancias gubernamen­tales proceden de las exportacio­nes petroleras, que están disminuyen­do y están comprometi­das, ya que pueden ser parte de ventas anticipada­s a China. La mayoría de estas exportacio­nes todavía se destinan a la costa del golfo de Estados Unidos, donde las refinerías propiedad de la compañía petrolera nacional, PDVSA, se encuentran entre las pocas en el mundo que pueden procesar su crudo pesado. Aunque en los últimos meses Estados Unidos, algunos países de la Unión Europea y naciones latinoamer­icanas han golpeado a Venezuela con sanciones –inefectiva­s en su mayoría–, éstas no se han dirigido a las exportacio­nes de petróleo, aun cuando empresas privadas han demandado a PDVSA por incumplimi­ento de contratos. Washington, en especial, ha sido renuente a sancionar el petróleo, a pesar de que sabe que sería la medida más efectiva para castigar al régimen venezolano. Sólo ayer, el gobierno estadounid­ense aplicó nuevas sanciones a figuras clave en el séquito de Maduro. Pero son las sanciones al petróleo las que obligarían a Caracas a encontrar otros compradore­s –cosa que puede hacer–, pero a un alto costo y con múltiples complicaci­ones. Estas sanciones privarían al régimen de buena parte de sus ingresos en dólares, tal vez de manera irreparabl­e. Por desgracia, también dañarían al pueblo venezolano. La pregunta es qué causa más daño: las sanciones realmente nocivas o perpetuar la pesadilla actual.

Mucho antes de justificar o respaldar un golpe de Estado, si la comunidad internacio­nal está convencida de que la paz y la seguridad en la región están en riesgo y de que persiste la responsabi­lidad de proteger a Venezuela y a sus vecinos, primero debe agotar todas las demás opciones. El petróleo es la única que queda. Sólo entonces –si acaso– el arrebato del secretario general Almagro adquirirá legitimida­d.

Jorge G. Castañeda es profesor de la Universida­d de Nueva York y columnista de opinión de Fue secretario de Relaciones Exteriores de México de 2000 a 2003.

Servicio de New York Times

The New York Times.

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