El Financiero

FERNANDO GARCÍA RAMÍREZ

- Fernando García Ramírez @Fernandogr

LEER ES PODER

Contra el olvido, por supuesto. Por eso cincuenta años después seguimos recordando y pensando el 68. En programas de televisión y radio, en revistas y libros. Como movimiento social y como mito: el sueño y la represión.

Hay una gran cantidad de libros que interpreta­n Tlatelolco y otros tantos que arrojan hechos y datos sobre lo ocurrido antes, durante y después del 2 de octubre. La primera gran aportación es la de Elena Poniatowsk­a en

La noche de Tlatelolco, porque brindó la voz más importante del movimiento estudianti­l, que fue la de los propios estudiante­s. Enseguida Los días y los años, de Luis González de Alba, el libro del más lúcido de los dirigentes estudianti­les de esos días. Luego Posdata, de Octavio Paz, en donde trasmuta el mito del sacrificio en la Plaza de Tlatelolco en una reflexión sobre el sistema político mexicano, sus límites y la necesidad de la democracia. Y desde luego Parte de

guerra. Tlatelolco 1968, de Julio Scherer y Carlos Monsiváis, en el que Marcelino García Barragán –secretario de la Defensa de Díaz Ordaz– da su versión, con documentos que la soportan, respecto a la responsabi­lidad de la masacre (que achacan al Estado Mayor Presidenci­al, bajo el control de Luis Echeverría). El capítulo “Gustavo Díaz Ordaz, el abogado del orden”, de La presidenci­a imperial, de Enrique Krauze, que publicó fragmentos del diario de Gustavo Díaz Ordaz. El fundamenta­l Our Man in Mexico, Winston Scott and the Hidden Story of the CIA, de Jefferson Morde

ley, donde revela el papel de la agencia norteameri­cana durante esos años. Y Jinetes de Tlatelolco, de Juan Veledíaz, que exhibe la visión del Ejército sobre los sucesos de ese año.

A esa larga lista habría que sumar El 68. Los estudiante­s, el

Presidente y la CIA, de Sergio Aguayo, su tercer libro sobre el tema. A la idea de que había una gran tranquilid­ad en México y el movimiento irrumpió de improviso, Aguayo opone que entre noviembre de 1963 y junio de 1968 hubo por lo menos 53 revueltas estudianti­les en México. Informa que antes de Tlatelolco, Díaz Ordaz había realizado operativos similares (sin los muertos) en Chilpancin­go, Guerrero, en 1960, y en San Luis Potosí, en 1961, como secretario de Gobernació­n. Sostiene que La Habana y Moscú no solamente no estaban detrás de los estudiante­s mexicanos, sino que ambos gobiernos, como Washington, mostraron su absoluto respaldo a la decisión de Díaz Ordaz de terminar con el movimiento. “Las críticas fueron escasas; la mayoría de los gobiernos y organismos internacio­nales guardaron silencio cómplice o respaldaro­n de múltiples formas al gobierno diazordaci­sta”. Jesús Reyes Heroles decidió ejercer un silencio institucio­nal y Lázaro Cárdenas, el 6 de octubre de 1968, suscribió la tesis del gobierno sobre la participac­ión de “elementos antinacion­ales y extranjero­s” que habían recurrido a las armas y al terror y ante los cuales Díaz Ordaz tuvo que actuar. Siguiendo a Jefferson Morley y su libro sobre Scott (la cabeza de la CIA en México), Aguayo describe la forma en que este agente llegó a ocupar un sitio privilegia­do en los círculos más altos del poder en México, “el segundo hombre más poderoso” del país en esos años. La CIA tenía en ese entonces 50 agentes estadounid­enses y 200 agentes mexicanos los cuales destacaban los 14 agentes de LITEMPO, la joya de la agencia, considerad­a por el gobierno norteameri­cano la más importante de Occidente. En la nómina de LITEMPO estuvieron tres presidente­s mexicanos: Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría; y dos directores de la Dirección Federal de Seguridad, Fernando Gutiérrez Barrios y Miguel Nazar Haro. No se sabe cuánto les pagaban por sus servicios. Aguayo rescata un dato: Díaz Ordaz recibió, aparte de su sueldo, entre diciembre de 1963 y noviembre de 1964, 400 mil dólares al mes para su campaña de parte de la CIA. Por dinero, por convenir a sus intereses políticos o por genuina pasión anticomuni­sta, Díaz Ordaz hizo suya la paranoia del agente Scott. Ambos “contribuye­ron al relato que transformó al Movimiento del 68 en parte de una conspiraci­ón internacio­nal armada por soviéticos y cubanos”. Ni los informes ni la participac­ión del agente Scott fueron bien vistos por el gobierno norteameri­cano, que a los pocos meses de la matanza decidió retirarlo. Aunque no se conocen los reportes diarios que la CIA entregaba directamen­te a Díaz Ordaz, para Aguayo es claro: el agente Scott, y por omisión la CIA y el gobierno norteameri­cano, son “correspons­ables de las muertes y sufrimient­os causados el 2 de octubre”. Pero añade: “Un argumento parecido podría hacerse sobre el papel jugado por Cuba y otros actores internacio­nales durante el 68”.

El 24 de septiembre de 1968, Gustavo Díaz Ordaz tomó la decisión de acabar con el movimiento, aterroriza­ndo a la base social y apresando a sus líderes. Apretando el cerco en el campo y los sindicatos. Ejerciendo un férreo control sobre la prensa. Desde la oscuridad, tomó una decisión de Estado. Las Olimpiadas fueron un éxito.

“El 24 de septiembre de 1968, Gustavo Díaz Ordaz tomó la decisión de acabar con el movimiento”

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