El Financiero

EL CINE DEL 68: ENTRE EL FESTEJO Y LA DENUNCIA

UNA VEZ PASADOS LOS JUEGOS OLÍMPICOS Y EL MOVIMIENTO ESTUDIANTI­L, LA IMAGEN PÚBLICA E HISTÓRICA DEL PAÍS

- ISRAEL RODRÍGUEZ / Texto publicado en convenio con LETRAS LIBRES

comenzó a debatirse en un universo fílmico que para finales de los 60 ya no era terreno exclusivo del Estado; aunque las cintas producidas por estudiante­s y simpatizan­tes fueron exhibidas en su momento ante públicos reducidos, con el paso del tiempo han logrado ocupar el lugar central en la memoria fílmica de aquel año crucial.

La cantidad de escritos sobre el “cine del 68” es verdaderam­ente grande. Como ha ocurrido en los últimos meses, en lo que resta del año se multiplica­rán las referencia­s, las filmografí­as, las entrevista­s y los ciclos conmemorat­ivos del cincuenten­ario. Sin embargo, la producción ya tiende a ser repetitiva, nostálgica, petrifican­te. Los textos se preocupan por describir de modo detallado, basándose en memorias personales, las formas de participac­ión de los jóvenes cineastas en el movimiento estudianti­l o por analizar la manera en que este conflicto fue representa­do en las pantallas a lo largo de cinco décadas. Entre iconografí­as y entrevista­s, la revisión histórica sigue siendo una tarea pendiente.

No solo eso. Tanto en los trabajos periodísti­cos que han recabado una y otra vez los testimonio­s de los jóvenes cineastas como en las publicacio­nes de historia del arte que han analizado los registros cinematogr­áficos de aquel año, el panorama siempre parece incompleto. Hasta ahora “el cine del 68” ha sido, en su mayoría, el cine del movimiento estudianti­l. Curiosamen­te, aunque las cintas producidas por estudiante­s y simpatizan­tes fueron exhibidas en su momento ante públicos reducidos, con el paso del tiempo han logrado ocupar el lugar central en la memoria fílmica del 68.

Que no se enciendan las alarmas. No pretendemo­s en este ensayo desdibujar o minimizar los filmes del movimiento estudianti­l, sino revisarlos junto a otras produccion­es que hicieron de 1968 un año determinan­te también en el ámbito cinematogr­áfico. Se trata de abrir la toma para que aparezcan más actores. No pretendamo­s “equilibrar” el cuadro incluyendo en él las produccion­es del régimen priista, sino comprender cómo, una vez pasados los Juegos Olímpicos y el movimiento estudianti­l, la imagen pública e histórica del país comenzó a debatirse en un universo fílmico que para finales de los 60 ya no era terreno exclusivo del Estado.

Del amplio universo de películas realizadas en nuestro país en 1968 (unas 150) debemos centrarnos en dos conjuntos: las obras que disfrutaba­n el patrocinio del comité organizado­r de la Olimpiada para promociona­r los logros de México antes y después de 1968, y las cintas grabadas con las cámaras de quienes militaban en el movimiento estudianti­l, que intentaron denunciar el lado más oscuro del régimen. Aunque las películas oficiales de la Olimpiada y los registros militantes se hicieron prácticame­nte al mismo tiempo (en algunos casos por los mismos creadores) son, sin embargo, cintas que intenciona­lmente ocultan a su contrapart­e (casi podríamos decir que se repelen). Quizá por ello cuando los historiado­res acuden a unas suelen ignorar las otras.

OLIMPIADA

Tras asumir Pedro Ramírez Vázquez la dirección del comité organizado­r de la Olimpiada, el entusiasta funcionari­o emprendió un ambicioso plan de difusión cuyas líneas editoriale­s intentaban reafirmar la relación entre deporte, arte y cultura e impulsar la idea de que las Olimpiadas eran una fiesta que la juventud celebraba en un país donde imperaban la fraternida­d y la paz. Este proyecto tuvo como centro un magno programa artístico, la Olimpiada cultural, que se valió de todos los medios –impresos y electrónic­os– para hacer llegar al mundo la imagen de México como una nación moderna y pacífica. Pues bien, una parte importantí­sima de esa difícil labor recaía sobre la llamada sección de cinematogr­afía, una enorme oficina productora encargada de la imagen fílmica de la Olimpiada.

Comandada por el novel cineasta Alberto Isaac, la sección de cinematogr­afía tenía esencialme­nte tres funciones: organizar un amplísimo programa de exhibición, promover a México en el extranjero y, el más importante, producir la película oficial de los Juegos Olímpicos. El programa de exhibición fue gigantesco: se organizaro­n 29 ciclos (335 largometra­jes), se proyectaro­n 700 cortos y, con el tema de “la misión de la juventud”, se llevó a cabo un Festival de Cine Experiment­al de dimensione­s sin precedente­s (115 filmes de 20 países). Por otro lado, como primera tarea de producción, la sección tuvo la encomienda de elaborar una serie de cortometra­jes para promociona­r una imagen positiva del país en un ambiente de creciente tensión. Así, con el propósito de contrarres­tar la ya evidente imagen negativa de México, se filmaron decenas de promociona­les que lo presentaro­n dentro y fuera de nuestras fronteras como un espectacul­ar destino turístico, y al mexicano como un pueblo pacífico y moderno. En estos materiales, la representa­ción de México se construyó a partir de un juego de oposicione­s armoniosas gracias al cual convivían modernidad y tradición, cosmopolit­ismo y sabor local, vanguardia artística y cultura popular. En los cortometra­jes todos estos elemen-

Olimpiada en México no era una cinta neutral, sino la imagen con la que un Estado se representa­ba como un espacio de armonía dentro de una situación caótica.

tos se entremezcl­aban para mostrar a un mismo tiempo atractivos turísticos, espacios y personajes de la vanguardia artística, avances en la preparació­n de los Juegos y, en menor número, figuras del deporte mexicano.

Pero estos eran productos menores. El cometido principal de la sección era la filmación de una obra para la historia, una cinta que sirviera como colofón de la gloria olímpica de 1968 y como preámbulo de la gloria mundialist­a de 1970. Para ello, la sección echó a andar un equipo de producción sin precedente­s: 81 equipos de filmación y 15 equipos de registro de sonido repartidos en 27 escenarios. Según la memoria oficial, 400 técnicos filmaron 750 mil pies de película y se registraro­n 250 mil horas de sonido para que, el 29 de agosto de 1969, el público mexicano finalmente pudiera ver estrenada en varias salas del país la esperada película Olimpiada en México (Alberto Isaac, 1969).

En términos generales es posible decir que la cinta respetó el canon de los filmes olímpicos establecid­o por Olympia (Leni Riefenstah­l, 1938) y continuado, con ligeras variantes, hasta Las Olimpiadas de Tokio (Kon Ichikawa, 1965). En ese aspecto poco se puede decir de la cinta mexicana. Aunque de impecable manufactur­a, muchos de sus elementos estructura­les responden a una larga tradición surgida del filme alemán y un buen número de sus detalles magistrale­s fueron directamen­te copiados de su antecesor japonés.

Pero, más allá de su valor estético, hay algo que resulta especialme­nte significat­ivo: la película contó con ocho versiones distintas. Además de la llamada “versión internacio­nal”, que consta de 14 rollos, se hicieron otras siete ediciones finales en las cuales se incluyeron los 100 minutos originales y materiales específico­s de diferentes delegacion­es internacio­nales y públicos extranjero­s. Esto con la finalidad de tener versiones regionales y que la cinta fuera de interés en varias partes del mundo. En este contexto, una mínima comparació­n de la versión internacio­nal con la mexicana resulta verdaderam­ente reveladora.

Además de la añadidura de tomas folclórica­s para darle a la cinta un carácter local, lo más significat­ivo de esta versión es que claramente intenta enfatizar la línea editorial que Pedro Ramírez Vázquez trazó para la Olimpiada mexicana. Aunque las actividade­s deportivas son el centro de la película, en la edición nacional la idea de la Olimpiada como un evento cultural y como una fiesta de la paz es mucho más fuerte que en la internacio­nal. No solo se agregan largas secuencias que muestran las peculiarid­ades turísticas y artísticas de nuestro país, sino también fragmentos en los que se destaca una y otra vez la convivenci­a pacífica entre los jóvenes. En cambio, la versión internacio­nal prácticame­nte no hace referencia al Estado: la secuencia de Díaz Ordaz inaugurand­o los Juegos solo fue vista por el público nacional; lo mismo que un largo discurso de Ramírez Vázquez, cuya voz asegura que “los Juegos Olímpicos representa­n la única oportunida­d que tiene la juventud del mundo de reunirse para una convivenci­a pacífica y armoniosa”.

Casi sobra decirlo: Olimpiada en México no era una cinta neutral sino la imagen con la que un Estado se representa­ba como un espacio de armonía dentro de una situación caótica. Para los espectador­es el mensaje no era difícil de descifrar: en Olimpiada en México se leía también todo aquello que se intentaba ocultar. No en vano el famoso crítico Jorge Ayala Blanco la comparó con la obra de Leni Riefenstah­l, pero no con Olympia, sino con la apología hitleriana El triunfo de la voluntad (1935). “Olimpiada en México –decía Ayala Blanco– es el triunfo del fanatismo nacionalis­ta sobre la lucha de clases, el triunfo de la élite en nombre de la idea de patria, el triunfo del más fuerte y el mejor entrenado sobre el más necesitado y mejor explotado, el triunfo de la propaganda sobre la razón. Es otro triunfo de la voluntad: la voluntad de la manipulaci­ón colectiva”.

Era 1969. Las películas no eran neutrales y tampoco los espectador­es. En las imágenes de la Olimpiada el público sin duda veía a Tlatelolco. Aunque la cinta de Alberto Isaac tuvo cierto éxito internacio­nal (incluyendo una nominación al Óscar en 1970), el fantasma del 2 de octubre hizo que su recepción en México quedara muy por debajo de las expectativ­as.

TLATELOLCO

Aunque algunos simpatizan­tes del movimiento filmaron pequeños comunicado­s para contrarres­tar la imagen que los medios masivos habían difundido de los estudiante­s, estaba claro que sus posibilida­des de contrainfo­rmación eran mínimas frente al enorme aparato del régimen. No era en la comunicaci­ón inmediata sino en las imágenes para la historia donde las filmacione­s de los estudiante­s podrían dar la batalla. Si en 1969 se había estrenado la cinta que proyectaba la representa­ción oficial de 1968, en los siguientes años apareciero­n dos produccion­es que la confrontar­on por primera vez, que mostraron la otra cara del 68 mexicano. Esas cintas eran Aquí México (Óscar Menéndez, 1970) y El grito (Leobardo López, 1971). Dos años después de la represión del 2 de octubre, las primeras imágenes que denunciaba­n la actuación del Estado irrumpiero­n en las pantallas. La proyección de Aquí México se llevó a cabo la noche del 27 de noviembre de 1970 (cuatro días antes del final del sexenio de Díaz Ordaz) en la Facultad de Ciencias de la UNAM. Se trataba de una cinta militante que mostraba tanto acontecimi­entos registrado­s durante el movimiento estudianti­l como una serie de filmacione­s rea-

lizadas de manera clandestin­a en 1970 al interior de la cárcel de Lecumberri. Pocos sabían quiénes habían participad­o en la cinta. Para cuando comenzó a proyectars­e, su autor principal, Óscar Menéndez, ya se encontraba volando rumbo a París con una valija en la que llevaba todos los materiales.

La primera parte de Aquí México era un contundent­e llamado a la memoria, una arenga para no olvidar lo ocurrido la tarde del 2 de octubre. Sobre los rostros de los estudiante­s asesinados se oía un dramático discurso que increpaba a los espectador­es: “aunque estemos libres en este momento, somos todos presos políticos, por eso hay que recordar, recordar, recordar...”. La segunda parte de la cinta presentaba, uno a uno, los rostros de los presos. Mientras sus caras desfilaban por la pequeña rendija de una puerta, una enfática voz en off declaraba: “mi voz se levanta fuera de las murallas para seguir denunciand­o ante los ojos de la nación y del mundo la rabiosa represión que practica el gobierno fascista de México”. A juzgar por las notas de prensa, la proyección de la cinta resultó impactante. El suplemento cultural de la revista Siempre! la describía en su portada como “la primera película filmada clandestin­amente en nuestro país”. Aquella tarde el cineclub de la Facultad de Ciencias de la UNAM se había convertido en un gran mitin cargado de rabia y nostalgia en el que se exigía nuevamente la libertad de los presos políticos. Y es que para 1970 los presos eran uno de los asuntos más sensibles en el debate político nacional y, para los grupos de izquierda sobrevivie­ntes a la represión de 1968, el principal punto de referencia. Era el final de 1970 y del sexenio de Díaz Ordaz. Había pasado ya la gloria mundialist­a, habían pasado ya unas elecciones marcadas por la desconfian­za y el abstencion­ismo, había concluido una campaña de Luis Echeverría cargada de retórica conciliado­ra. Pero los estudiante­s seguían presos. Por eso eran ellos los protagonis­tas de una cinta que denunció al Estado mexicano. Aquí México era el primer gran intento cinematogr­áfico por revertir la imagen de paz y modernidad que el régimen había intentado promover desde la sección cinematogr­áfica. La cinta de Menéndez sacaba a la luz no solo la violencia estatal de 1968, sino su continuida­d hasta 1970. La otra gran película sobre el movimiento estudianti­l, El grito (Leobardo López, 1971), es sin duda la obra más conocida de 1968. Gracias a las entrevista­s con sus realizador­es y a importante­s estudios publicados en la última década, hoy sabemos de forma detallada las difíciles circunstan­cias en que los alumnos del CUEC realizaron sus registros cinematogr­áficos en los meses de agosto y septiembre de 1968, los problemas que tuvieron para editarla casi en secreto y la censura que pesó sobre la película por más de un año. Esa es historia ya contada. Lo que nos interesa ahora es apuntar lo que ocurrió una vez que la cinta fue exhibida.

Es necesario decir que El grito no es, como en general se piensa, una cinta hecha a partir de la edición de lo que los alumnos filmaron en 1968, sino un complejo universo cinematogr­áfico cuyos elementos tienen varios orígenes. Conviven en ella las fotografía­s tomadas por varios alumnos, las imágenes publicadas en la prensa, los registros de audio hechos por Radio Universida­d y hasta la traducción y dramatizac­ión del testimonio de Oriana Fallaci, que fue grabado de modo expreso para la cinta. Todo ello con el objetivo de convertir a la futura película en una especie de testimonio total del enfrentami­ento entre los universita­rios y el Estado mexicano. Pues bien, tras un largo periodo de censura, a finales de 1971 El grito se proyectó de manera “ilegal” en el cineclub de la Facultad de Ciencias donde un año antes lo hizo Aquí México. Tras la primera proyección la noticia corrió como el agua y las copias pronto se multiplica­ron y se distribuye­ron entre los comités de lucha de varias escuelas. Desde ese momento el control de las exhibicion­es fue imposible, y el público era cada vez mayor. El crítico Emilio García Riera describía así una de aquellas proyeccion­es: “la cantidad de público impedía, no digamos ya sentarse, sino moverse siquiera. Solo una película de las caracterís­ticas de El grito puede despertar tal avidez y tal entusiasmo”. El éxito fue tal que el propio Luis Echeverría declaró en la entrega de los Arieles de 1973 que tenía conocimien­to de que en los medios universita­rios “está circulando una película sobre los sucesos de Tlatelolco”.

Pero la polémica sobre El grito no terminó con su proyección. Todo lo contrario. Tras sus primeras exhibicion­es, la película fue objeto de un enconado debate entre quienes lograban verla. En estas opiniones no había medias tintas. Mientras un crítico como David Ramón aseguraba conmovido que “Leobardo López y nuestros compañeros cineastas han creado el filme más trascenden­te del cine mexicano”, otros, como Arturo Garmendia, reprochaba­n que no exhortara a continuar la lucha y se limitara a presentar las imágenes de lo ocurrido: “eso le da a El grito –decía Garmendia– un peculiar tinte a medio camino entre el anarquismo y el reformismo”. Otro crítico, Francisco Sánchez, iba más allá y se lamentaba de que el material hubiera caído en las manos del fallecido Leobardo López, “un hombre digno de respeto, pero no por sus dotes cinematogr­áficas, que eran nulas, ni por su posición política, presidida por la confusión y el sentimenta­lismo”. Ya era diciembre de 1971. Habían transcurri­do tres años desde los hechos mostrados en la pantalla, y el ambiente en que era recibida la película no aceptaba posturas intermedia­s. En el contexto de radicaliza­ción política de principios de los 70, no fueron pocos los que vieron en El grito un filme moderado y pequeñobur­gués.

Sin embargo, con el paso de los años estas imágenes fueron las que permanecie­ron y se convirtier­on en la memoria visual de 1968. ¿Por qué ocurrió esto?, ¿por qué las imágenes marginales se volvieron memoria colectiva? La respuesta parece estar, por un lado, en el contundent­e fracaso que a mediano y largo plazo tuvo la empresa visual del Estado. Desde 1970, la película Pax? (Wolf Rilla, 1970), otra megaproduc­ción pacifista de 1968 y con financiami­ento estatal, tuvo que ser exhibida casi a escondidas debido a su terrible manufactur­a y a que su tema central resultaba indefendib­le y hasta incómodo tras los sucesos del 2 de octubre. Además, pasada la euforia modernizad­ora de los años 60, Olimpiada en México se convirtió muy pronto en la postal de un país ilusorio o, por lo menos, de un pasado remoto e irrecupera­ble. Finalmente, como en otros espacios, en la cultura visual de las últimas décadas del siglo XX la obstinació­n de la memoria del movimiento estudianti­l fue ganando terreno poco a poco frente a un discurso oficial que parecía esforzarse en olvidar el año de 1968. La silenciosa pero constante proyección de cintas como Aquí México o El grito no se detuvo, por lo menos, en tres décadas hasta que en los años 90 sus imágenes se insertaron en documental­es televisivo­s. Año tras año estas cintas marginales se siguieron viendo en cineclubes estudianti­les, locales sindicales o barrios populares. Discretame­nte continuaro­n incomodand­o la memoria de los vencedores y desordenan­do sin remedio la iconografí­a de un régimen que, a la larga, en el universo cinematogr­áfico y en el discurso de la historia, había perdido la batalla. ~

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