EL SUEÑO, LA PESADILLA Y LA PLAZA
El México emanado de la lucha civil de la Revolución quiso integrarse al mundo lo antes posible. Primero en su zona geográfica –en 1926, por idea de José Vasconcelos, se organizaron los primeros Juegos Centroamericanos–, luego en su continente –en 1951 se crearon los Juegos Panamericanos (México sería su segunda sede, en 1955)– y poco después del todo el planeta: en 1963, en Baden-Baden, Alemania, la Ciudad de México fue elegida para albergar los Juegos de la XIX Olimpiada de la era moderna. El sueño internacional del priismo se cumplía justo en el penúltimo año del más cosmopolita de los sexenios, el de Adolfo López Mateos. En medio de la Guerra Fría, México era el aval a los países no alineados: la primera sede del Tercer Mundo, la primera de habla hispana y la primera fuera la órbita occidental. El proyecto cultural de la Revolución se volcaría, completo, en hacer de México –el lindo y querido– un gran país que, como decía el dicho, recibiera a todos con brazos abiertos. Poco después, este territorio sería el primero con Juegos Olímpicos, 1968, y la Copa del Mundo, 1970, en años pares seguidos. La economía mexicana de la posguerra daba aval a la hazaña. Para la diplomacia mexicana, la candidatura fue un tema de primer orden. El cabildeo en todas las embajadas –con el hermoso libro blanco que en portada llevaba los aros multicolores– fue intenso y bien elaborado. La capital del país se enfrentaba a Detroit, Lyon y Buenos Aires. Una vez ganada la sede, todas las ideas artísticas, deportivas y admi- nistrativas se dirigieron al complejo cumplimiento de la organización olímpica. El PRI convirtió la fiesta en un vestido nacionalista nunca visto. Entre Este y Oeste, México era, ahora sí, el ombligo de la luna. Pese a ganar la cita del 68, el gobierno mexicano se enfrentó a otro problema: la altura. No fueron pocas las delegaciones, de ambos bandos, que desconfiaron de las condiciones geográficas del DF. Para Estados Unidos y la URSS el asunto no era, en absoluto, de poca importancia. La justificación de sus regímenes dependía del combate en la pista, en el campo y en la piscina. Otra vez, un ejemplar trabajo diplomático pudo acabar con suspicacias. El lema: todo es posible en la paz, reflejaba de manera tajante el clima político de finales de los sesenta, ya con Vietnam en la espalda. La realidad que circundaba al sueño, del que habla Weiss, se volvió pesadilla: el Mayo Francés y la Primavera de Praga, así como otros movimientos, internacionalizaron la protesta juvenil. México, que vendía la estabilidad del régimen como garantía de neutralidad política, no fue ajeno al llamado del viento. El 2 de octubre –con la presión internacional puesta en la inauguración de los Juegos, el día 12–, la brutal matanza de estudiantes acabó con un movimiento espontáneo iniciado en plaza de la Ciudadela, en julio de ese año. Como dijo Octavio Paz, en medio de la guerra de los ismos, México dio dos caras al mundo: el que se negaba a morir y el que quería despertar. Los estudiantes gritaban queremos Olimpiada, queremos Revolución. Sin los Juegos Olímpicos no hubiera sucedido aquella olímpica madriza de la venganza soñada.