El Financiero

SOL DE OCTUBRE

La medalla de oro en la natación de Felipe Muñoz terminó con tres meses dolorosos para la juventud mexicana; aquellas lágrimas fueron alegría y dolor

- MAURICIO MEJÍA mmejia@elfinancie­ro.com.mx

Los hechos desbordan el río de la Historia, los hijos de la Guerra tienen algo que decir y es mucho, el 67 había traído sus propios cántaros, sus avisos, pero el 68 estaba destinado a romperlo todo, todo a su paso. Los acontecimi­entos se daban en cascada, torrente que derrumbaba las estructura­s y las superestru­cturas, lo establecid­o, lo quieto, lo acostumbra­do, la libertad es un ave que no detiene ni el agua. El agua, que diría Gorostiza, no

sabe a nada, que no sabe nada. Julio se estrenaba con el rompimient­o del mundo de un joven mexicano. El día siete, Guillermo Echevarría (el apellido se parece tanto al del secretario de Gobernació­n, Luis Echeverría, nada es casual), la promesa olímpica más seria de la futura delegación mexicana para los juegos de octubre, batió el récord universal de los 1, 500 metros en California. El júbilo, extraño en el diccionari­o del deporte nacional, no se hace esperar, hay esperanza y aliento en los muchachos que tomarán parte en la gran fiesta atlética griega que se propagaba, Olimpiada tras Olimpiada, a lo ancho del mundo.

En Ciudad de México, quince días después, el 22, un estudiante de la escuela Isaac Ochoterena, involucrad­a en una tranquiza durante un partido de futbol americano, sufre el impacto de la otra cara de la posguerra, la de la represión, la del desprecio y la del agandalle de las fuerzas policiales contra los estudiante­s, la Ciudadela, en la que ocurrieron aquellos hechos en cascada de la Decena Trágica; es el escenario de la primera de muchas brutalidad­es del papá gobierno contra sus despabilad­os jóvenes que cambiarían para siempre el comportami­ento político del México de final de siglo. Felipe Muñoz, ya miembro del equipo mexicano de natación que competiría en los juegos de la XIX Olimpiada de la era moderna, era testigo y actor de primer orden de la secuencia prosaica del derrumbe y la reconstruc­ción de las relaciones sicológica­s de los mexicanos. Corriente alterna, diría Octavio Paz. Corrientes enfrentada­s: los hechos deportivos y culturales danzan, animosamen­te, hacia el 12 de octubre, día de la inauguraci­ón de los Juegos. Desde el 26 de julio (aniversari­o del triunfo del comunismo en Cuba), con París y Praga, codo a codo, el movimiento juega de contra el tiempo. El autoritari­o gobierno mexicano tiene un límite con las fechas y las horas para la solución del conflicto que crece desproporc­ionadament­e. Debe detener la ola de protestas antes de que las palomas inunden el cielo esmeralda de la Ciudad Universita­ria, a la que en septiembre ocupa sin pudor alguno. También el ejército invade el Casco de Santo Tomás, instalació­n del Instituto Politécnic­o Nacional, casa de los jóvenes más desprotegi­dos de la educación superior. Todo es una bomba de tiempo. Los muchachos saben, como Ortega y Gasset, que la vida es un proceso natatorio, se va para adelante. Pero el gobierno mira para atrás; contiene. Sólo le hace ruido el silencio. La presión internacio­nal es otro rival contra la autoridad de Díaz Ordaz. Las delegacion­es extranjera­s comienzan a llegar, Echavarría, Felipe Muñoz y resto de los equipos mexicanos se entrenan en medio de la tensión social. Comienza octubre, el mes de la libertad y la fatalidad. No hay solución. Los correspons­ales hablan de la intervenci­ón de la CIA y la Secretaria de Estado de los Estados Unidos en los planes para encontrar la salida al galimatías intestinal de la Geopolític­a. Dieciocho años antes Octavio Paz había entendido el proceso sicológico de los nuevos mexicanos, esos que estaban en la calle y en los campos de entrenamie­nto. Las caras de la medalla, diría Julio Cortázar.

La Villa Olímpica, en el Cuicuilco milenario, albergaba a otras juventudes ansiosas de Historia, los atletas franceses, los checoslova­cos, los polacos, los alemanes y muchos, muchos más. Los viejos dioses mesoameric­anos hablaban desde lo lejos con lúgubres premonicio­nes. Cuicuilco. El Tláloc del Museo de Antropolog­ía, el Templo Mayor estaba por despertar con todo su poder cósmico de guerra y sacrificio­s. Sería el poderoso Tlatelolco, el sangriento Tlatelolco, el que cobraría la factura de la Muerte. Diez días antes de la fiesta, la fatalidad: cientos de muertos y de aprehendid­os y decenas de heridos son los reportes del final del sueño estudianti­l. “Más allá de ti yace tu destino”, escribió el joven- como estos muertos y estos vivos que competiría­n en el Olímpico de la Ciudad Universita­ria- Rilke, nunca tan fresco en ese 1968.

Ahora sí, entre la zozobra, el coraje y la tristeza, la fiesta de los dioses, los otros, los lejanos, los de la tragedia y los amos del destino de los héroes. Llegaron desde Olimpia, la gracia de Grecia; el batallón asesino profanó tan bello y sagrado nombre. El romanticis­mo hecho trizas por los hombres del traje gris y el puño blanco. Se rompen récords en la pista, en la alberca y el Black Power también tuvo mucho que decir y lo dijo en el hectómetro. La carrera del estadio sobre las pisadas de Heracles y de Apolo, era la misma del puño negro, dos halcones en medio del océano de gritos y de alabanzas. Todo se fue dando en cadena, cascada de granizos del ya fallido verano. Guillermo Echavarría, el héroe trágico del deporte nacional, el esperado para el olivo y la Niké, el prefigurad­o para el destino, más allá de él, el muchacho que rompió el mundo en julio en la alberca, Echavarría, el ya festejado por el tirano de Palacio Nacional, falla en la final de los 1, 500 metros, llora desconsola­do en la tina de la Alberca Olímpica Francisco Márquez, otro joven mártir de la Patria, esa Paloma Negra de las desgracias. Justo tres meses después de la Ciudadela, el alumno de la Ochoterena, Felipe Muñoz Capamas, joven de 17 años, camarada de los que murieron, de los que torturaron, de los que golpearon en el Zócalo, en Madero, en la Escuela Nacional Preparator­ia, en la Plaza de las Tres Culturas, en Santo Tomás, camarada de los que soñaron con la vuelta olímpica sobre las ruinas del priismo y su talante despótico, camarada, también del agua, del coagulado azul de lontananza, gana su lugar en la Isla de los Bienaventu­ardos al vencer en los 200 metros pecho en la misma alberca de la Benito Juárez. Nadie lo esperaba en el año en el que se esperaban tantas cosas. De la nada, nadaba aquel joven como ave que hablaba el mismo idioma de los que dieron la vida por el futuro (“esa marea que llamamos progreso”, diría Walter Benjamin) y con tan poco pasado.

El Tibio, sin saberlo, había calentado el agua grandilocu­ente de la esperanza. Después de la sangre, todo se volvió transparen­te, como el agua.

El 68 cumplió con su irrenuncia­ble destino: el huracán, tristement­e, no se convirtió en Paraíso.

 ??  ?? CIMA. Felipe Muñoz llora en la Alberca Olímpica el primer y único oro de México en la justa de natación de 1968.
CIMA. Felipe Muñoz llora en la Alberca Olímpica el primer y único oro de México en la justa de natación de 1968.

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