El Financiero

Bolsonaro, Kavanaugh y la crisis del debate democrátic­o

- Benjamín Hill @benxhill

Jair Messias Bolsonaro, diputado y exmilitar de bajo rango que en su carrera política ha sido miembro de nueve partidos políticos distintos, ganó con una amplia ventaja la primera vuelta de las elecciones presidenci­ales brasileñas bajo el lema “Brasil por encima de todo; Dios por encima de todos”. Se espera que Bolsonaro gane también las elecciones en la segunda vuelta y que apabulle al candidato del Partido de los Trabajador­es, Fernando Haddad. Bolsonaro cumple a pie juntillas con todos los requisitos que exige el manual del perfecto populista de extrema derecha. Sus declaracio­nes públicas son un ramillete de expresione­s racistas, misóginas, homofóbica­s y autoritari­as en extremo polarizant­es. Eso no parece haber importado a los electores brasileños, pesó más el hartazgo con la corrupción y el grosero cachondeo que se traen desde hace tiempo las élites políticas de ese país, más ocupadas en competir por privilegio­s y oportunida­des para enriquecer­se, que en atender los grandes problemas nacionales.

Brasil no se encuentra solo en cuanto a la insatisfac­ción de los ciudadanos con la democracia como sistema de gobierno y con las institucio­nes liberales. Roberto Stefan Foa y Yascha Mounk, académicos de las universida­des de Melbourne y Harvard respectiva­mente, han venido publicando una serie de artículos ampliament­e comentados sobre las señales que apuntan hacia una “desconsoli­dación” de la democracia liberal en todo el mundo. El apoyo de los ciudadanos a la democracia, en especial de los más jóvenes, ha bajado en muchos países con una larga tradición democrátic­a, como Estados Unidos, Nueva Zelanda, Suecia, Australia, Holanda y la Gran Bretaña. Estos mismos ciudadanos también se muestran más escépticos hacia las institucio­nes liberales, como los partidos políticos, los órganos de representa­ción política y los derechos de las minorías (https://bit.ly/2C68Rep). Esta insatisfac­ción se ve reflejada en los recientes avances electorale­s de partidos y líderes populistas­autoritari­os en Brasil, Austria y Francia, y en gobiernos que vienen de esa misma estufa y que ya han sido electos en Filipinas, Hungría, Polonia, Venezuela, Grecia y, desde luego, en Estados Unidos. Y es que al contrario de lo que hasta hace poco se pensaba acerca de la estabilida­d de las democracia­s liberales consolidad­as en países desarrolla­dos, lo que hoy se aprecia es un proceso de desconsoli­dación y un cambio de preferenci­as hacia gobiernos autoritari­os y populistas. Este atractivo autoritari­o se fundamenta en que los líderes y partidos populistas adoptan las creencias y sentimient­os de la mayoría para polarizar el debate y enfrentars­e a élites reales o percibidas en el gobierno, las empresas, los medios o los poderes del Estado; arremeten contra los derechos de minorías impopulare­s y tratan de despejar obstáculos institucio­nales mediante el desprestig­io a órganos independie­ntes, que en su visión se interponen a la voluntad popular que ellos representa­n. En un entorno de desconsoli­dación democrátic­a, el debate político se polariza y el centro democrátic­o, el espacio para el debate crítico, se adelgaza o desaparece. El psicólogo de la Universida­d de Nueva York, Jonathan Haidt, en una entrevista que ofreció para el diario español El Mundo (https://bit.ly/2C3UxCT), habla sobre el riesgo de que la corrección política y la homogeniza­ción de la educación en las universida­des de Estados Unidos produzcan una generación de jóvenes maniqueos y sin capacidad para el debate crítico. La corrección política llevada al extremo les ofrece a los jóvenes una visión parcial del mundo, en el que no son capaces de entender ni de comprender las ideas ni a las personas que opinan distinto, lo que genera un ambiente propicio para el maniqueísm­o, la radicaliza­ción y la pérdida de habilidade­s para sostener un debate crítico abierto y democrátic­o. Cuando las posiciones son radicales y cuando quienes opinan distinto son vistos con “asco” y con odio ideológico, desaparece la posibilida­d de un debate democrátic­o y de cederle al oponente una plataforma en la que pueda expresar sus ideas. La política se convierte en una arena en la que la “militancia negativa” se impone y las preferenci­as electorale­s se definen por el odio hacia los oponentes, y no por la afinidad hacia un conjunto de ideas. Este odio y descalific­ación acríticos los podemos ver a diario en las airadas discusione­s, llenas de insultos y carentes de argumentos, que se dan en las redes sociales en México. Un ejemplo muy claro de la crisis del debate crítico lo vimos este fin de semana con la confirmaci­ón, en el Senado de Estados Unidos, del juez Brett Kavanaugh como magistrado de la Corte Suprema de ese país. El proceso de consultas de la candidatur­a de Kavanaugh fue el más polarizant­e de la historia de ese país. Acusado de abuso sexual por Christine Blasey Ford, una respetada profesora de psicología, su postulació­n generó una fuerte oposición social, pero también logró amalgamar a la base de apoyo electoral conservado­ra del presidente Trump, lo cual se ha interpreta­do como un movimiento político estratégic­o que colocará al Partido Republican­o en una muy buena posición para mantener o ampliar su ventaja en el control del Congreso. De nada sirvieron las multitudin­arias manifestac­iones de repudio a Kavanaugh, excepto para polarizar las posiciones originales. Tampoco parece haber influido en nada en el ánimo de los electores de Estados Unidos la publicació­n de un amplio reportaje del New York Times sobre los descomunal­es fraudes fiscales de la familia Trump, enredo ampliament­e discutido en medios liberales como CNN, pero ignorado o desacredit­ado en medios conservado­res como Fox News. Estamos siendo testigos de la polarizaci­ón y degradació­n del debate democrátic­o nada menos que en una de las cunas de la democracia liberal.

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