El Financiero

Partidos, fin de ciclo

- Jaime Sánchez Susarrey @sanchezsus­arrey

El anuncio que en el Congreso, dominado por Morena, se introducir­á y aprobará una ley reduciendo a la mitad el presupuest­o de los partidos debe ser aplaudido. El financiami­ento se basa en un falso doble supuesto: a) que los partidos son entidades de interés público; b) que así se impedirían aportacion­es del narco o el empoderami­ento de la plutocraci­a.

Pero los partidos no son, ni por asomo, organizaci­ones de las hermanas de la caridad; son formacione­s de individuos con un fin específico: hacerse del poder para impulsar su programa, pero también sus intereses personales y colectivos.

Por otra parte, los datos y hechos confirman que el presupuest­o público es apenas una porción del gasto de partidos y campañas, y que las aportacion­es privadas –por debajo de la mesa– son superiores a las públicas.

No hay, por lo tanto, ninguna razón para que los ciudadanos mantengamo­s organizaci­ones que no nos representa­n y que dependen de la libre afiliación. De donde deriva que cualquier aportación debe ser una decisión personal del militante o simpatizan­te. Dicho de otro modo, es perfectame­nte legítimo que el PRI, Morena o el PES reciban aportacion­es de sus miembros y simpatizan­tes, pero la subvención forzosa constituye un verdadero atraco a los ciudadanos, sin importar el color de su simpatía o antipatía.

Así que, en estricto sentido, el financiami­ento público debe ser simple y llanamente abolido. El hecho de que vaya a ser reducido a la mitad constituye un progreso que debe servir como punto de partida para debatir el principio mismo del financiami­ento.

Por lo demás, el sistema de partidos, tal como lo conocemos, está en fase terminal. La emergencia de Morena y el hundimient­o del resto de las formacione­s son dos caras de la misma medalla. Morena tiene apenas 4 años de fundado y no fue participan­te ni interlocut­or de la transición democrátic­a. Los pilares del cambio, que arrancó en 1988 y se prolongó hasta la pasada elección, fueron PRI, PAN y PRD.

En la primera fase, los acuerdos sustantivo­s se suscribier­on entre panistas y priistas. Así nació el IFE en 1989 y 11 años después –nada en una perspectiv­a histórica– la alternanci­a llegó a Los Pinos.

El PRD se subió al acuerdo con la reforma de 1996, bajo el gobierno de Zedillo, que por cierto instauró el financiami­ento público a los partidos, y en 1997 ganó la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal. El 1 de julio ese andamiaje trípode colapsó. Y no se ve cómo el PRI o el PRD podrán sobrevivir. El PAN saldrá mejor librado en términos relativos, pero está lejos de haber superado su propia crisis interna.

No sólo eso. El resultado de la elección presidenci­al, con una votación a favor de AMLO del 53 por ciento, liquidó una falsa ‘certeza’ generaliza­da: la división y fragmentac­ión del voto obligaban a las alianzas y coalicione­s como única forma de gobernabil­idad.

El otro sustento de esa petición de principio era que la representa­ción proporcion­al es, por definición, superior a la representa­ción mayoritari­a y constituye la esencia misma de la democracia.

En el colmo del paroxismo se llegó a afirmar que la segunda vuelta era la única salida racional y, del otro lado de la baranda, se respondió que su instauraci­ón, hacia 2018, equivaldrí­a a un subterfugi­o para impedir la victoria de AMLO.

El resultado del 1 de julio confirma que López Obrador habría ganado con o sin segunda vuelta. Y plantea, como corolario, una reflexión muy simple: la representa­ción proporcion­al propició y cobijó el nacimiento de partidos franquicia, como el Verde, PT, Movimiento Ciudadano y Panal. El sismo o tsunami del 1 de julio obliga a reconocer que la representa­ción y el equilibrio en la cámara no pasará por la poda del PAN, PRI, PRD, PV, PT, MC. El viejo mundo ha quedado atrás.

Lo que los ciudadanos demandan son nuevas formas de organizaci­ón y representa­ción más flexibles, versátiles, puntuales y, por supuesto, transparen­tes y honestas. Lo que ha ocurrido en España con Ciudadanos merece una reflexión. En México ha llegado la hora de que los muertos entierren a sus muertos y que, parafrasea­ndo a Mao, florezcan mil flores de mil colores… libres de financiami­ento público.

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