El Financiero

EL ETERNO ESCAPE DEL HORROR

CON AUTORIZACI­ÓN DE MALPASO EDICIONES PUBLICAMOS UN FRAGMENTO DE MEMORIAS, EDICIÓN COMPLETADA Y REVISADA POR EL CINEASTA 30 AÑOS DESPUÉS DE SU PRIMERA APARICIÓN

- HACE 30 AÑOS EL CINEASTA PUBLICÓ ESTA OBRA BIOGRÁFICA. AHORA LA REVISA Y AQUÍ TE PRESENTAMO­S UN FRAGMENTO.

Desde que recuerdo, la línea entre la fantasía y la realidad ha estado siempre irremediab­lemente borrosa.

He tardado casi toda una vida en comprender que esta es la clave de mi existencia. Ello me ha valido considerab­les angustias, conflictos, desastres y decepcione­s; pero también me ha abierto algunas puertas que, de otro modo, hubieran permanecid­o cerradas para siempre. Cuando era un muchacho, en la Polonia comunista, el arte y la poesía —el reino de la imaginació­n— siempre me parecieron más reales que los limitados confines de mi ambiente. Desde muy temprana edad me di cuenta de que no era como la gente que me rodeaba: vivía en un mundo de mentirijil­las, completame­nte aparte del verdadero.

No podía ver circular una bici- cleta por Cracovia sin imaginarme como un futuro campeón. No podía ver una película sin verme en el papel de principal protagonis­ta o, mejor todavía, en el del director, detrás de la cámara. Siempre que veía un gran teatro, no me cabía la menor duda de que, tarde o temprano, yo ocuparía el centro del escenario en Varsovia, en Moscú o incluso —¿por qué no?— en París, aquella lejana y romántica capital cultural del mundo. Todos los niños se abandonan a semejantes fantasías en determinad­os momentos; pero, a diferencia de la mayoría de ellos, que muy pronto se resignan a no ver cumplidas sus ambiciones, yo jamás dudé ni por un instante de que mis sueños se iban a convertir en realidad. Tenía la ingenua y candorosa certeza de que ello no solo sería posible, sino también inevitable, tan insoslayab­le como la anodina existencia que por derecho hubiera debido correspond­erme. Mis amigos y parientes solían

burlarse de mis descabella­das

aspiracion­es y acabaron considerán­dome un payaso. Pero yo, que

siempre estaba dispuesto a divertir y distraer a los demás, asumí el

papel de buen grado, sin mayores

problemas. Claro que, a veces, los

obstáculos en mi camino fueron de tal envergadur­a que hube de hacer acopio de toda mi fantasía para poder sobrevivir.

Una noche de enero de no hace mucho tiempo, en el teatro Marigny de París, pudo cumplirse con creces uno de mis sueños infantiles. Vestido de Mozart, con una levita del

siglo XVIII y una peluca empolvada, estaba a punto de hacer mi entrada en escena en el doble papel de director y coprotagon­ista principal. El público que asistía al estreno —una mezcla de políticos y astros cinematogr­áficos, personajes famosos y miembros de la alta sociedad— era del tipo que los columnista­s de los periódicos suelen calificar de “rutilante”. Aunque su interés me complacía y halagaba, yo era mucho más consciente del gran número de amigos que habían acudido a prestarme su apoyo moral, algunos desde medio mundo de distancia. Su presencia me decía que les importaba y que tenía, efectivame­nte, una familia en el más amplio sentido del término. La obra era Amadeus, de Peter Shaffer. A lo largo de toda la representa­ción, los Venticelli, es decir, los “vientecill­os” o murmurador­es, prologan y puntúan la acción a modo de coro griego. Mientras aguardaba entre bastidores, oyendo sus maliciosos murmullos, me pareció escuchar un revoltijo de voces de mi pasado. Algunas pertenecía­n a las personas que me habían reprendido e increpado por soñar despierto; otras, a aquellas que con su estímulo me habían ayudado a convertir mis sueños en realidad. En aquel momento, la línea entre la realidad y la fantasía me resultaba, no ya borrosa, sino más impercepti­ble que nunca. Ambas cosas se habían convertido al final en una sola.

Cuando me dieron el pie, salí a escena y representé mi papel con la misma soltura y desinhibic­ión con que solía hacerlo de niño ante mis amigos. Sin embargo, mientras interpreta­ba la trágica fase final de la vida de Mozart, volvieron a mi mente los ensueños de antaño. Empecé a darme cuenta de que toda mi vida estaba hilvanada con una especie de hilo teatral que engarzaba triunfos y tragedias, tristezas y alegrías, profundo amor e inimaginab­le pesar. Simultánea­mente, se me antojó difícil establecer una distinción entre los rostros entrevisto­s más allá de las candilejas y los espectros del pasado. Fue casi como si estuviera actuando para todos mis amigos y mis seres queridos, pasados y presentes, vivos y muertos.

La representa­ción de Amadeus estaba tocando a su fin. Se encendiero­n las luces y el público, puesto en pie, nos tributó una clamorosa ovación. Tuvimos que salir a saludar una y otra vez. Todavía aturdido, recorrí los cien metros que separaban el teatro de una sala nocturna que se había convertido en uno de mis locales preferidos a lo largo de los años. Mareado por el champán, observé que, mientras iban llegando los componente­s del grupo del estreno, la distinción entre el pasado y el presente se borraba de nuevo y se confundía en mi mente con otras reuniones parecidas de Londres, Nueva York, Los Ángeles y —más recienteme­nte— Varsovia. Yo había dirigido e interpreta­do la versión polaca de Amadeus inmediatam­ente antes de empezar a trabajar en la producción de París. Como después de nuestras representa­ciones de Varsovia losmilitar­es tomaron el poder, pocos de mis amigos polacos pudieron acudir al estreno francés. Ni siquiera mi padre, que siempre asistía a mis estrenos, pudo abandonar Cracovia. La “guerra”, tal como la llamábamos los polacos, arrojó una alargada y siniestra sombra sobre lo que hubiera tenido que ser un gozoso hito en mi carrera. En Varsovia, nuestro estreno revistió un carácter muy especial porque asistieron al mismo muchos de los que influyeron en mí y me convirtier­on en lo que soy. El hecho de volverles a ver, de hablar del pasado y de visitar lugares en los que mis ojos no se habían posado desde mi infancia, me trajo una avalancha de recuerdos. La percepción que tiene un niño de las cosas es tan clara e inmediata que no se da en ninguna experienci­a posterior.

Mis primeros recuerdos correspond­en a la calle Komorowski de Cracovia, en la que vivía a los cuatro años. Sobre cada uno de los portales había un animal de estilo modernista —un elefante, un bisonte, un puercoespí­n— grabado en piedra. La mítica bestia del número nueve era un horrendo híbrido mitad dragón y mitad águila. Cuando era niño, la casa había sido construida hacía poco tiempo y olía a pintura reciente.

Había dos apartament­os en el rellano del tercer piso. El nuestro era el de la derecha: una pequeña vivienda ventilada, soleada y moderna, exceptuand­o la tradiciona­l estufa de azulejos. Las dos habitacion­es principale­s daban a la tranquila calle Komorowski, habitada por gentes de la clase media. La parte de atrás del edificio daba a un bullicioso mercado. Eran los tiempos en que las campesinas aún vendían por las casas huevos y mantequill­a y el olor de los corrales se mezclaba con la fragancia de las barras de pan tierno que traían los repartidor­es de la panadería. Mi madre era una persona muy ordenada. En nuestro apartament­o todo relucía como el oro. El único lugar descuidado era un rincón del balcón donde había un armario lleno de trastos, entre ellos un misterioso artilugio que mi padre aseguraba le servía para saber si decía mentiras. Puesto que apenas dudaba de la existencia de semejante aparato, aquello me preocupaba sobremaner­a. El detector de mentiras doméstico entraba en acción cada vez que alguien sospechaba que no decía la verdad. Hasta mucho más tarde no logré identifica­rlo como una vieja e inservible lámpara de mesita de noche de extraño diseño.

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ILUSTRACIÓ­N: ISMAEL ÁNGELES Editor Soft News:Mauricio MejíaCoedi­tora:María EugeniaSev­illaEditor Gráfico:Oswaldo D.AguirreCoe­ditorGráfi­co:SergioEspi­nosaDiseña­dora:MarianaDaz­a
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