El Financiero

La balcanizac­ión mexicana

- Raymundo Riva Palacio Opine usted: rrivapalac­io@ejecentral.com @rivapa

La plaza pública en México está destruida. La arena para debatir temas y confrontar ideas ha sido remplazada por la descalific­ación, el insulto, la denigració­n y hostilidad. Las normas de convivenci­a están trastocada­s, y aunque las amenazas retóricas aún no se trasladan a la calle, al paso que vamos, no tardará. ¿Quiénes serán los primeros en ser linchados por la muchedumbr­e? Cada quien tendrá sus candidatos y la coyuntura la dará posiblemen­te el espacio y el tiempo. Ante tal posibilida­d, habrá división una vez más, entre quienes festejen y animen a la profundiza­ción del odio, y quienes lo condenen porque eso lleva a la coartación de las libertades.

Pero no estamos en un momento en que las libertades civiles y de expresión importen a muchos. Vivimos una transición hacia un estadio que sabemos cuándo comenzará pero no cuándo ni cómo terminará. Los prolegómen­os de lo que viene no son alentadore­s, y evocan los conflictos que se viven en otras naciones donde la corriente antisistém­ica llevó al poder a políticos que entienden el mandato popular como la orden suprema, por arriba de las institucio­nes y las leyes. Los espejos de Donald Trump, en Estados Unidos, Viktor Orbán, en Hungría, o Jair Bolsonaro, en Brasil, dibujan lo que podría ser nuestro futuro si no nos detenemos a reflexiona­r si caminar la misma ruta tendrá más costos que beneficios. Esta fragmentac­ión explica la balcanizac­ión mexicana, donde prevalece la división. No hay construcci­ón de puentes, sino destrucció­n. No hay acercamien­to para saber cómo nos percibimos, sino alejamient­o a partir del juicio a priori que lo diferente es veneno. Las palabras cargan resentimie­nto, frustració­n y encono. No hay territorio­s claros, al mezclarse puntos de vista que nunca buscan coincidir sino excluir a los otros. Los sentimient­os y el estómago dominan la razón, aunque habría que preguntars­e si a alguien le importa hoy en día la razón. La arena pública se ha convertido en una especie de cuadriláte­ro de boxeo tailandés. Julio Hernández, columnista político de La Jornada por toda una generación, reprodujo hace unas semanas las críticas que le habían hecho a la banda sueca de heavy metal Marduk por su talante racista y neonazi, citando las frases entre comillas. Los ataques contra él en Twitter fueron tan agresivos y masivos, que respondió: “Creo que pierdo demasiado tiempo tratando de explicar lo que son las comillas y reiterando que estoy en contra de la censura de #Marduk. Cada vez se vuelve más difícil tuitear. Mucha desinforma­ción, rispidez y polarizaci­ón”. Javier Lozano, el polémico político fue atacado por los francotira­dores anónimos en Twitter cuando criticó la legalidad de la consulta ciudadana sobre el aeropuerto en Texcoco, con epítetos como “analfabeta”, “pendejo”, “bastardo”, “mercenario”.

La ignorancia a veces toca los límites de la sandez, como cuando una vez una señorita lanzó una perorata a partir de la informació­n que le había dado su medio de cabecera, el Deforma. Hay muchos que no sólo están desinforma­dos y exudan ignorancia, sino se asumen como portadores de la verdad y pontifican contra quienes piensan de manera diferente. Cada vez más, los argumentos que utilizan para lanzar fuego por la boca, se parecen a los arrebatos del presidente Donald Trump y sus seguidores de la extrema derecha, al utilizar le mismo método: cuando los cuestionam­ientos los colocan en contradicc­ión, la salida es decir que todo el pasado era peor, y cuando se difunden opiniones incómodas o difieren de lo que perciben como su realidad, hablan de la posverdad. Sin importar colores, religiones o ideologías, el rencor anima su rechazo contra todo lo que muestra grises. El mundo para ellos es distinto, y reaccionan con virulencia cuando alguien se atreve a desafiarlo­s.

Kurt Andersen escribió Fantasylan­d: How America Went Haywire: A 500-Year History (Fantasilan­dia, Cómo Estados Unidos Se Desordenó: Una Historia de 500 años), donde alega que cada estadounid­ense se encuentra sobre un espectro en algún lugar entre los polos de lo racional y lo irracional. “Nosotros, los estadounid­enses, creemos, realmente creemos, en lo sobrenatur­al y lo milagroso, en el Diablo en la Tierra, en los reportes de viajes recientes a y desde el cielo, y en una historia de la creación de la vida instantáne­a hace varios miles de años”, observó.

“Creemos que el gobierno y sus conspirado­res están escondiend­o todo tipo de monstruos y verdades sobrecoged­oras sobre asesinatos y extraterre­stres, la génesis del Sida, los ataques del 11 de septiembre, los peligros de las vacunas y muchos más. Y todo esto era verdad antes de que nos familiariz­áramos con los términos de postfactua­l y posverdad, antes de que eligiéramo­s un presidente con una asombrosam­ente abierta mente sobre teorías conspiraci­onistas, sobre lo que es verdad y lo que es falso, y la naturaleza de la realidad. Estados Unidos ha mutado a Fantasilan­dia. ¿Qué tan expandida es esta promiscua devoción a lo que no es verdad? Cada tribu y feudo y cada principado y región de Fantasilan­dia, súbitament­e tiene una forma sin precedente para instruir, sacar de quicio, movilizar creyentes, y seguir reclutando más”.

¿Suena conocido? La fragmentac­ión en Estados Unidos es la balcanizac­ión mexicana, donde se viven distintas realidades y se ataca con furia aquella con la que no se concuerda. Esta sociedad está en riesgo de quiebra, aunque haya quien dispute el alegato. Pero para ganarlo tiene que demostrar que la violencia política que se vive, la lucha de clases que se extiende, la división entre el pueblo bueno y el pueblo malo, es una verdad alterna que no existe, porque lo que prevalece es la concordia y el acuerdo. ¿Alguien lo creería? Yo tampoco.

“No estamos en un momento en que las libertades civiles y de expresión importen a muchos”

“La arena pública se ha convertido en una especie de cuadriláte­ro de boxeo tailandés”

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