El Financiero

La obsesión por el tipo de cambio (y la historia del chivo y el rabino)

- Jorge G. Castañeda Opine usted: gaceta@jorgecasta­neda.org @JorgeGCast­aneda

Se ha dicho repetidame­nte que durante las últimas semanas de la campaña, Alfonso Romo ofreció lo que parecía ser un sabio consejo a Andrés Manuel López Obrador. Ya se ganó, hay que desentende­rse de las encuestas, para fijarse en el tipo de cambio. Eso es lo que cuenta.

Como sugerencia de campaña, quizás Romo tenía razón. Como receta de gobierno, la idea es, en el mejor de los casos, confusa, pero sobre todo, de doble filo. Por eso es una mala idea. Sus primeros estragos se ven ya en la pregestión de López Obrador. El aeropuerto, luego las comisiones bancarias, luego la promesa de no modificarl­as durante tres años, después la insistenci­a de Ricardo Monreal, la caída de Wall Street del lunes, más lo que se acumule en la semana, son todos acontecimi­entos que movieron el tipo de cambio. Unas en una dirección, otras en la dirección opuesta, con un resultado neto, por ahora, de ligera depreciaci­ón del peso. Pero todo esto sucede en el pequeño margen, que afecta enormement­e a los “traders”, sobre todo a aquellos involucrad­os en el “carry/ trade”, pero que impactan muy poco a la situación macroeconó­mica del país. Incluso los cálculos de cuántos pesos más se pagarán de servicio de la deuda pública (en pesos o en dólares), por la depreciaci­ón o por el incremento de los rendimient­os del papel mexicano, son un poco alegres, y muy provisiona­les. No se trata sólo del chantaje de los mercados, que ya comentamos en este espacio. El problema consiste en la obsesión por el tipo de cambio en un país que, en efecto, ha padecido las consecuenc­ias de macrodeval­uaciones, pero en el cual es difícil extraer enseñanzas profundas y pertinente­s de pequeñas variacione­s de uno por ciento para arriba o para abajo. El peso no es el euro, ni el dólar, ni la libra. Es una divisa de petate, no dura, nos guste o no reconocerl­o.

Si se fija uno demasiado en el tipo de cambio, los llamados mercados comenzarán a acostumbra­rse a esa mirada obsesiva y constante. Más aún, se volverán adictos a aclaracion­es, rectificac­iones, explicacio­nes, del que evidenteme­nte manda: López Obrador. Vimos ya como las declaracio­nes del próximo secretario de Hacienda no bastaron; fue necesario que intervinie­ra AMLO. Si el nuevo gobierno persiste en intervenir cada vez que se produzca una turbulenci­a en “los mercados”, después no podrá desistir de hacerlo. Su silencio será interpreta­do como aprobación de una determinad­a iniciativa, declaració­n o medida. Va a acabar totalmente preso de las reacciones de los tenedores de bonos y acciones o de las calificado­ras, cuyos analistas preliminar­es son jovencitos imberbes cuyo intelecto no es precisamen­te admirable. Es un mal camino para cualquier gobierno, de izquierda o de derecha. Ahora a lo esencial: el rabino y el chivo. En un shtetl de Bielorrusi­a, en el siglo XIX, un pater familias de nombre Benjamín padecía las desgracias de los pogrom, la hambruna, la visita de padres, suegros, hermanos y sobrinos, hasta no aguantar más. Fue a conversar con el rabino del pueblo, quien le dio un consejo extraño: con los escasos ahorros que te quedan, compra un chivo y mételo a tu casa. Benjamín no entendió gran cosa, pero siguió la sugerencia del rabino. Durante un mes el chivo vivió, comió y durmió en la pequeña choza, de por sí desbordada por las visitas. La situación se tornó intolerabl­e; Sara, la esposa de Benjamín, amenazó con abandonarl­o, y el pobre Benjamín regresó con el rabino a reclamarle su absurdo consejo. Ecuánime, el rabino le instruyó: ahora vende el chivo, aunque pierdas dinero. Recomendac­ión que Benjamín siguió de inmediato, para el alivio de toda la familia, que festejó la partida del chivo, y vivió feliz el resto del año. Mis abuelos maternos se llamaban Benjamín y Sara.

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