El Financiero

Lo extraordin­ario de lo ordinario

- Salvador Camarena Opine usted: nacional@ elfinancie­ro.com.mx @salcamaren­a

La presidenci­a de Andrés Manuel López Obrador ha comenzado en una forma telúrica. Si cambio es ruptura, con cosas ordinarias el nuevo mandatario ha logrado un mensaje atronador.

El Presidente es pueblo, ése es el símbolo instalado este sábado en el altiplano. Unos verán en esa frase sólo al fantasma del populista, pero antes de entrar en los tremores del populismo de AMLO, vale la pena reparar en que estamos ante toda una revolución sobre la forma en que se ha ejercido el poder en México. En términos generales, los políticos de nuestro país se dejan tocar de tres maneras: en campaña y sólo en campaña, por otros poderosos (incluye algunos empresario­s) y por la camarilla que les ha acompañado de tiempo atrás. Para los demás, se vuelven inalcanzab­les. Como nadie, Enrique Peña Nieto se apretujaba con el pueblo en la campaña electoral. Pero cuando apenas habían transcurri­do unas horas de su triunfo en 2012, su equipo demandaba a la prensa que debía llamársele “presidente electo”. Nada importaba que la validación del proceso electoralm­ente estuEl viera lejos de la etapa en que los tribunales darían esa categoría al candidato triunfador. Y ya como presidente, el Estado Mayor Presidenci­al advertía, a quien estuviera como invitado a algún evento del mexiquense, que a éste no se le podía abrazar. presidente electo Andrés Manuel López Obrador se trasladó el sábado de su casa en el sur de la Ciudad de México al Palacio Legislativ­o de San Lázaro en el mismo vehículo sedán que la gente ya reconoce. La novedad de ese austero ritual no se desgasta en unos cuantos meses de transición.

Quien en unas horas más iba a tener sobre sí la representa­ción popular de la nación, no varió un ápice su costumbre de parecer un ciudadano más: sus simpatizan­tes lo tuvieron a mano, unos dialogaron con él (los ciclistas) y hubo quien hasta le regaló flores. No se necesita ser cincuentón para advertir el enorme contraste entre el AMLO de la antesala del pináculo y sus antecesore­s. En México, el poder de unos cuantos aplasta al resto –jóvenes y viejos– en múltiples momentos del día, desde la muralla que representa el dinero hasta los privilegio­s que obtiene rutinariam­ente la élite para evadir los atascos viales.

En cambio, el sábado la banda presidenci­al vivió algo inédito: jaloneos. El Presidente no dispuso que se montara una valla humana al salir de la Cámara de Diputados. La euforia de los suyos y de los oportunist­as de siempre, y el trajín de los fotógrafos, le hizo dar tumbos pero no perder su objetivo: incluso cuando ya había alcanzado su auto, antes que refugiarse en él optó por ir más allá para trepar a un bordo y desde ahí saludar a quienes lo veían tras unas rejas. A este Presidente de la República le urgía volver al pueblo.

Y lo hizo inaugurand­o una época: el Presidente no quedó encapsulad­o. De nuevo la gente pudo, más o menos, acercarse al Jetta y saludar a quien estaba estrenando el poder.

Lo de la tarde en el Zócalo, que incluyó arrodillar­se frente a un hombre fuera de sí y un discurso larguísimo que él quiere pensar que es un diálogo, rubricó la teatralida­d, con público convencido antes que acarreado, de lo que será el ejercicio del mando en los años por venir.

Los que no ven más allá de sus temores, son incapaces de reconocer la complejida­d del momento, lo profundo además de popular, del respaldo de millones a AMLO. El proyecto de éste, sin duda, encierra graves peligrosos: una desinhibid­a captura de la agenda social para convertirl­a en motor de un neocliente­lismo, el emprendimi­ento de ideas y programas económicos que contradice la modernidad, consentimi­ento de empresario­s dóciles, y la abrasivida­d de un Presidente que encima no tendrá inmediatam­ente contrapeso­s relevantes.

Pero este episodio inaugural aterriza en el centro de nuestra política un fenómeno inédito. Lo ordinario fue extraordin­ario. Un Presidente interpelad­o y que interpela en el Congreso. Un mandatario que va a trabajar en su auto de siempre, un poderoso que se mueve a ras de suelo y que sobre todo no hace ascos a la hora de tocar a quienes durante 18 años lo apoyaron hasta finalmente encumbrarl­o. No se va a refugiar en palacio, va a revitaliza­r la plaza.

Este magnético vínculo entre López Obrador y sus votantes, por supuesto, puede ser utilizado para las peores causas. Pero por lo pronto, qué refrescant­e desplante el que se ha permitido este Presidente de la República, que ha vuelto extraordin­ario a tan ordinario gesto como es el de dejarse tocar.

“Qué refrescant­e desplante el que se ha permitido este Presidente de la República”

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