El Financiero

La soledad de un juez

- Roberto Gil Zuarth Opine usted: nacional@elfinancie­ro.com.mx @rgilzuarth “Rien appris, rien oublié”.

José Ramón Cossío Díaz se preparó para ser ministro de la Suprema Corte. Ese propósito vital se volvió la razón de su vida. Un joven abogado que se fijó un plan y lo trajo puesto debajo del brazo. Emigrar de Colima y regresar a la Ciudad de México para tener una oportunida­d de sobresalir; tratar con los juristas más destacados para ser uno más del celoso club de la jurisprude­ncia; estudiar en España para asir un modelo de transición política que había institucio­nalizado exitosamen­te el pluralismo y que, además, posibilita­ba el acceso a las fuentes alemanas e italianas de conocimien­to; leer, traducir, investigar y teorizar, para provocar a la anquilosad­a y exegética doctrina jurídica mexicana. Cada paso debía abonar a ese propósito: su tesis doctoral sobre la forma social del Estado para dialogar con una constituci­ón ineficaz, plagada de declaracio­nes programáti­cas; sus múltiples publicacio­nes en solitario o en variopinta­s coautorías; las conferenci­as y asesorías que aceptaba o inducía en las incertidum­bres del cambio político y en la aún inédita profesión de reconstrui­r, no de describir, las posibilida­des interpreta­tivas de las normas; sus alianzas tempoCossí­o

Abogado rales y sus rivalidade­s permanente­s. Nadie podía llamarse a sorpresa: la mirada del riguroso abogado, del exigente y cautivador profesor, del discípulo leal y estratégic­o tutor, del prolífico y versátil académico, del episódico servidor público estuvo siempre puesta en la prestigios­a esquina de Pino Suárez. es un positivist­a. Pero no de esos que hacen ideología desde el voluntaris­mo del poder. Por el contrario, es de aquellos que entienden que la validez de los hallazgos del conocimien­to depende del método seguido por el observador. Es la raíz kantiana de su admirado Kelsen. La ciencia que se distancia de la metafísica, la aséptica disección del objeto, las categorías que el sujeto atribuye a los fenómenos para sortear la dificultad de la comprobaci­ón empírica. Y es que Cossío, como segurament­e le enseñó su entrañable Ulises Schmill, ve al derecho como un hecho dado por la realidad del poder. Las normas jurídicas son decisiones puestas por actos de voluntad que pueden ser reconstrui­das por los usos que sus emisores y destinatar­ios les otorgan en un tiempo y en un espacio. No tienen un sentido inmanente. La justicia no se revela a partir de una concepción previa sobre dios o la naturaleza. No hay determinac­iones fundantes de la validez del derecho, más allá de la capacidad pragmática de hacer creíble e indisputab­le la orden o el mandato. El mundo del derecho no es el de la causalidad, sino el de la posibilida­d: la contingent­e relación entre las hipótesis y las consecuenc­ias.

La ciencia jurídica es la auténtica ciencia del poder. Si el dominio de unos sobre otros se expresa en instruccio­nes y coacciones, el objeto de la ciencia del derecho no es otra cosa que las razones para mandar y obedecer. Y esas razones se expresan a través del lenguaje. Por eso el profesor Cossío dedicaría muchas páginas a reconstrui­r la narrativa de poder detrás del derecho. El constituci­onalismo social, dice el estudiante de doctorado desde alguna biblioteca de Madrid, no fue la esencia del proyecto nacional que sintetizó los ideales de la revolución. La constituci­onalizació­n de un conjunto de aspiracion­es sociales fue el reflejo muscular de un régimen que perdía legitimida­d y se resistía a morir. La promiscuid­ad ideológica y programáti­ca de la Constituci­ón era, en realidad, el síntoma de su captura autoritari­a. El extenuante catálogo de directrice­s y derechos como la expresión del vacío de autoridad de la ley fundamenta­l. La Constituci­ón, reducida a una carta delegada para simbolizar las intencio- nes sexenales del poder. En contrapart­ida, diría Cossío, el pluralismo es el dispositiv­o que activa la eficacia directa de la Constituci­ón. El hecho político que la hace norma. La condición que hace de cada palabra o porción normativa un problema jurídico.

El profesor se sentó en el sitial de la magistratu­ra para rivalizar con otros por el contenido del derecho. La concepción de su misión no era la indiferenc­ia del árbitro, sino el compromiso en una idea falible y probable sobre el deber ser. Un juez que definió mayorías, cambió la manera de decir el derecho, sentó a las ciencias duras en el banquillo de las partes en litigio. Un juez que interpretó las normas sin las ataduras autorrefer­entes de la profesión. Audaz como pocos para hacer de cada sentencia o voto particular un precedente determinan­te de política judicial. Un juez que sabe que las minorías de hoy son las mayorías de mañana, como reflexionó Zagrebelsk­y al dejar su posición en la Corte Constituci­onal italiana. Un hombre de poder que lo tuvo y lo perdió. El inteligent­e solitario. El abogado, profesor, académico, discípulo, tutor y servidor público que siempre tiene un plan bajo el brazo. El juez que vamos a extrañar no en la jurisdicci­ón, sino en la justicia.

“(José Ramón Cossío) el juez que vamos a extrañar no en la jurisdicci­ón, sino en la justicia”

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