AMLO y México están en una encrucijada
Andrés Manuel López Obrador (AMLO, como se le conoce), el nuevo presidente de México que tomó posesión del cargo el fin de semana, tiene muchas facetas. Un autoproclamado “hombre de pueblo”, pero también un político despiadado. Azote “neoliberal”, pero también amigo de los inversionistas. Asesino de “mafias del poder”, pero también potencial pacificador de un país empapado de sangre. La faceta que emerja — la pragmática o la populista — bien podría determinar el destino de la decimoquinta economía más grande del mundo incluso después de su mandato de seis años. Las perspectivas son inciertas. AMLO es uno de los presidentes más poderosos que ha tenido México. Su partido tiene mayoría en ambas cámaras del Congreso. También controla los congresos locales en más de la mitad de los 32 estados del país. Después de haber ganado las elecciones de julio con el 54 por ciento de los votos, la legitimidad de su administración y su mandato para el cambio no se cuestionan en lo absoluto. En teoría, esto está bien, porque los desafíos que el Sr. López Obrador ha enumerado — y que fue elegido para abordar — son inmensos. Van desde librar a México de la corrupción y mejorar la suerte de los pobres hasta abordar el tráfico de drogas y mantener buenas relaciones con EU, a pesar de temas candentes como la migración y el comercio. Nadie niega la conveniencia de la lista de deseos de AMLO. ¿Pero cómo implementarla en la práctica? Es aquí donde comienzan las dudas y los miedos. Consideremos el poder que el Sr. López Obrador poseerá a nivel federal y estatal. Esto bien puede implicar que puede evitar los turbios tratos corruptos que han caracterizado la política del poder mexicana. En teoría, eso podría producir una mejor coordinación e implementación de políticas. Pero esto también podría llevar a un gobierno mediante la discreción personal de un caudillo todopoderoso, sin controles ni equilibrios.
El fiasco sobre el aeropuerto a medio concluir de 13 mil millones de dólares en la Ciudad de México es un buen ejemplo. El Sr. López Obrador preguntó en una “consulta popular” si el proyecto — que según él era un símbolo de despilfarro y corrupción — debería cancelarse. La respuesta, como era de esperarse, fue “sí”. La forma en que se tomó la decisión, la cual puede requerir una reestructura de bonos por valor de 6 mil millones de dólares, preocupó a los inversionistas. Es alarmante que también quiera realizar muchos más referendos de este tipo. Aunque desde entonces ha prometido seguridad para los inversionistas y “condiciones para obtener buenas ganancias”, muchos inversionistas han llegado a la conclusión, basándose en este episodio, de que él desdeña los aspectos técnicos de gobernar. Continuar por ese rumbo sólo aumentará los costos de financiamiento de México y disuadirá la inversión privada que el Presidente necesita para impulsar el crecimiento y mejorar la igualdad social. Esto también podría ser el caso con sus otros planes, como la seguridad. La estrategia que ha descrito para reducir la horrible violencia, que ha dejado 250,000 muertos en 10 años, depende de un enfoque encabezado por los militares. Sin embargo, la larga experiencia muestra que semejantes enfoques no funcionan y usualmente conducen a abusos contra los derechos humanos. Pocas personas conocen el país tan íntimamente como él. Pero la pregunta es para qué país gobernará: el México premoderno que anhela un regreso nostálgico a una era dorada de autosuficiencia nacional — la cual a menudo él promete — o la otra mitad que vive en la modernidad y entiende que el Estado es sólo uno de varios agentes de una sociedad.
El nuevo Presidente está dividido entre sus instintos populistas y pragmáticos