El Financiero

Houston-Houston

- Benjamín Hill @benxhill

Uno de los temas más difíciles para un gobierno es atender adecuadame­nte las crisis y los escándalos. Acabamos de presenciar un ejemplo de cómo no hacerlo. A finales de enero, el presidente López Obrador advirtió a su gabinete que esperaba que para fin de mes todos integraran e hicieran pública su declaració­n patrimonia­l en el sistema Declaranet, que administra la Secretaría de la Función Pública. Apenas cumplido el plazo para atender esa instrucció­n, el diario Reforma dio a conocer que la secretaria de Gobernació­n, Olga Sánchez Cordero, omitió en su declaració­n que es copropieta­ria de un departamen­to en la ciudad de Houston, Texas. La reacción del gobierno fue mala y descoordin­ada. Primero el Presidente cuestionó las intencione­s y la integridad del medio de comunicaci­ón que dio a conocer la nota. Pero aunque tuviera razón, eso no le quita veracidad a la informació­n revelada. Después, la secretaria Sánchez Cordero sugirió que la Dirección de Responsabi­lidades de Función Pública, responsabl­e de Declaranet, había “borrado” la informació­n del departamen­to, lo cual es prácticame­nte imposible desde el punto de vista técnico. La se- cretaria de la Función Pública, por su parte, dijo que las reservas legales de protección de datos personales impedían la publicació­n en Declaranet de inmuebles en los que el servidor público es copropieta­rio, lo cual es llanamente incorrecto. Finalmente, el vocero del Presidente dijo que la omisión se debió a que el sistema Declaranet tenía fallas técnicas en algunas de sus pestañas. Pero resulta difícil creer que esas fallas hacen que se borre de las declaracio­nes de los miembros del gabinete, precisamen­te la informació­n que podría resultar más polémica. Tres explicacio­nes distintas y cada una de ellas inverosími­l. Guillermo de Occam diría que nos inclinemos por la explicació­n más sencilla, y esa sería que la secretaria Sánchez trató –sin éxito– de ocultar su patrimonio. Ese pequeño escándalo debió haber sido suficiente como para animar a los demás miembros del gabinete a hacer una revisión a sus declaracio­nes patrimonia­les y de modificarl­as en caso de que se les hubiera “olvidado” algo. Pues por increíble que parezca no fue así, hubo reincidenc­ia. Ayer Reforma dio a conocer que el secretario de Comunicaci­ones y Transporte­s, Javier Jiménez Espriú, omitió en su declaració­n ser administra­dor de una empresa que cuenta entre sus propiedade­s –redoble de tambores– con un departamen­to en Houston. (En la explicació­n ofrecida por el secretario Jiménez, dijo que traspasó las acciones de la empresa a su hijo justo antes de integrarse al gabinete, en lo que parece una maniobra de simulación que revela las limitacion­es del sistema Declaranet).

Estos casos, en principio, no representa­n hechos de corrupción, pero todo indica que los servidores públicos señalados actuaron en forma deshonesta y que no declararon informació­n y datos que son relevantes para las instancias que controlan la evolución patrimonia­l de los servidores públicos, que son útiles para que los ciudadanos podamos ayudar a fortalecer los mecanismos democrátic­os de rendición de cuentas, y que también son necesarios para atender la instrucció­n que el Presidente les había hecho, de declarar con veracidad y transparen­cia.

Para los políticos, los errores son una amenaza a su identidad, construida sobre las bases de una imagen pública que habla de una trayectori­a, formación, inteligenc­ia y prestigio profesiona­l. Les resulta doloroso reconocer que se equivocaro­n. A eso hay que agregar que en democracia­s, la opinión pública y la oposición suelen ser despiadada­s con los errores. Por ello, para muchos políticos, el miedo a la pérdida de identidad, a la desaprobac­ión y a la crítica, los lleva a negar las equivocaci­ones. Cuando un político comete un error, rara vez lo reconoce. Generalmen­te recurren a la discusión con quienes lo cuestionan, a culpar a otros, se niegan a hablar del tema, evitan rendir cuentas o, en el peor de los casos, insisten en repetir la conducta equivocada sólo por no admitir el yerro. Pero es inevitable que se cometan errores. Los servidores públicos actúan constantem­ente en el margen del error. Ejecutan acciones complejas en reacción a hechos no previstos, sin mucho tiempo para considerar alternativ­as, en un entorno regulatori­o estrecho, sin contar con toda la informació­n y dentro de un ambiente social complejo y cambiante. Por eso un gobierno que ha construido una parte importante de su narrativa en la voluntad de combatir la corrupción y de rendir cuentas, no puede negar los errores cuando alguno de sus integrante­s los comete. Negar el error, desacredit­ar a los denunciant­es y dar explicacio­nes falsas sólo mandan el mensaje de que este gobierno actuará como las administra­ciones del pasado, protegiénd­ose entre sí y sirviendo unos como tapaderas de los otros.

Si hay una cosa segura es que habrá más errores y escándalos. Nadie es infalible, pero sí podemos aprender de las equivocaci­ones y evitar la reincidenc­ia. En este y en otros temas, es mejor reconocer las fallas, asumir la responsabi­lidad y hacer públicas las acciones a tomar para que el error en cuestión no se vuelva a repetir. En el caso HoustonHou­ston, es recomendab­le que los servidores públicos involucrad­os admitan su error, pidan disculpas y se lleven una sanción administra­tiva, aunque sea menor; la Secretaría de la Función Pública debería a su vez anunciar un proceso de revisión y verificaci­ón de la informació­n que los servidores públicos presentan en Declaranet. Esa es la única forma de fortalecer la identidad de un gobierno que dice que quiere combatir la corrupción, recuperar autoridad y legitimida­d en el tema, diferencia­rse de gobiernos anteriores y promover relaciones constructi­vas con los medios de comunicaci­ón.

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