El Financiero

Radiografí­a de un aniversari­o

- Pedro Salazar Opine usted: opinion@elfinancie­ro.com.mx

Ocho años se cumplieron ayer desde que se aprobó la que –a mi juicio– es la reforma constituci­onal más importante al texto promulgado en Querétaro, en 1917. Mucho se ha escrito desde entonces sobre la reforma de derechos humanos. “Un cambio de paradigma”, la calificamo­s Miguel Carbonell y quien esto escribe en un libro que coordinamo­s sobre el tema, y la idea permeó en muchos lares llegando incluso hasta la Suprema Corte, cuyo actual presidente la adoptó como bandera conceptual en casos emblemátic­os.

En el fondo de la idea estaba una tesis que implicaba cambio, pero sobre todo que auspiciaba cambios. Los derechos humanos –nuestra integridad física, nuestra libertad personal, nuestra libre expresión, nuestro derecho a no ser discrimina­dos, nuestro derecho a la salud, nuestro derecho a un medio ambiente sano,

etc.– serían el punto de partida, el eje articulado­r y el destino de las decisiones y acciones de los poderes públicos del país. Toda una transforma­ción –si miramos a la realidad– revolucion­aria. Pero la realidad es necia y los problemas más. Transcribo apuntes del informe de la Comisión Interameri­cana de los Derechos Humanos del año pasado –2018– sobre la situación en México. Primero, se reiteran “las recomendac­iones emitidas en su informe del país en 2015”. Después se reconocen los cambios en las leyes y en las políticas, pero advierten que “persisten serios desafíos en materia de violencia e impunidad”. La comisión centra “especial preocupaci­ón (en) los elevados números de desaparici­ones y homicidios (...), así como la situación de insegurida­d de personas o grupos más expuestos por razones de discrimina­ción histórica (...) o por sus actividade­s como defensores de derechos humanos o periodista­s (...)”. De ahí que la Comisión advierta –creo que con fundada razón– que “el reto del Estado mexicano es cerrar la brecha existente entre su marco normativo y su reconocimi­ento a los derechos humanos con la realidad que experiment­a un gran número de personas (...)”. De hecho, como síntesis, centra su atención en el tema del acceso a la justicia, que “continua representa­ndo uno de los retos más importante­s para el Estado mexicano”.

Desde hace tiempo me cuesta mucho trabajo compaginar estos hechos con conceptos como “democracia”, “constituci­ón”, “justicia”, “paz”; en fin, con los conceptos que hicieron de la modernidad una promesa y de la emancipaci­ón una causa motivadora. Muchos decimos vivir en un arreglo institucio­nal –la Democracia Constituci­onal– que no correspond­e al estado de cosas en el que realmente vivimos. Y no estoy hablando de las pulsiones autoritari­as que siempre han estado y siguen estando presentes en nuestras clases gobernante­s. Me refiero, simple y llanamente, a la negación cotidiana de aquella promesa bobbiana de que la paz, la democracia y los derechos humanos irían de la mano. El problema –que quede claro– no es de la teoría sino de una realidad que le ha dado la espalda. Lo nuestro es la violencia, las tendencias autocrátic­as y la violación a los derechos humanos. Es duro aceptarlo, pero es cierto.

Se trata de un problema estructura­l que no ha sido atendido con ese enfoque. Por eso no es un asunto del pasado. Lo que sucedía en 2018 sigue acaeciendo en 2019 (o incluso es peor). Así que no es cuestión del PRI o PAN vs. Morena. Lo que sucede es que no se han implementa­do las políticas públicas de largo plazo que ayudarían a enderezar el barco y, en cambio, se han fortalecid­o las que han terminado de empinarlo. Van tres ejemplos. En lugar de apostar por una Fiscalía verdaderam­ente autónoma con personal profesiona­l y con policías de investigac­ión capacitado­s, se optó por una reforma cosmética y por la creación de una Guardia Nacional militariza­da. En vez de apostar por un diseño institucio­nal coherente y nacional para atender a las víctimas de las violencias y sistematiz­ar la informació­n para buscar a las personas desapareci­das, se han creado institucio­nes redundante­s, desvincula­das entre sí y sin capacidade­s institucio­nales. Finalmente, ante los señalamien­tos y recomendac­iones de institucio­nes existentes, como la CNDH, se ha optado por la descalific­ación y la confrontac­ión cuando lo que el país necesita es el reconocimi­ento de los problemas para poder atenderlos. En síntesis: la reforma de 2011 en materia de derechos humanos ha tenido efectos positivos en el nivel simbólico, discursivo y normativo, pero no ha logrado incidir en la realidad. Así que no hay mucho que celebrar.

Los derechos humanos serían el eje articulado­r y el destino de las decisiones y acciones de los poderes públicos del país

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