Desde el pasado
Comentábamos ayer que la democracia mexicana está en riesgo, porque desde el poder se busca limitarla mediante la combinación de diversos instrumentos. Por un lado, control de los organismos electorales; por otro, incorporación de mecanismos plebiscitarios (llamados eufemísticamente “de democracia directa”). Insisto en que esto debe evitarse. El gran avance que significó la reforma electoral de 1996, luego reducido con la de 2007, podría borrarse fácilmente ahora. Aunque muchos jóvenes ni siquiera lo imaginan, el único periodo democrático en la historia de México inició en la elección de 1997, pero pudo haber terminado en la de 2018, si las intenciones de quienes acompañan a López Obrador tienen éxito.
Al respecto, cabe recordar que un elemento que ayudó mucho a López Obrador en la campaña fue fingir pragmatismo y paciencia. En diversas ocasiones afirmó que no habría cambios de fondo antes de 2021, aunque no ha cumplido. El origen de esas declaraciones no era una maduración de su parte, sino la convicción de que no tendría mayoría suficiente para impulsar esa transformación de raíz del régimen político.
Para su sorpresa, y la de muchos, le sobró votación. Ganó con más del 50% del voto, y aunque su partido no llegó a tanto, la sobrerrepresentación aplicada de forma abusiva a todos los partidos de la coalición, más la compra abierta de legisladores, lo tienen hoy con mayoría calificada en Diputados, y muy cerca de ello en Senadores. De forma que no tiene que esperar a 2021, y por eso quieren hacerlo de una vez. Si logran los cambios que buscan, será muy difícil retirarlos del poder en décadas.
La decisión de los mexicanos de entregar todo el poder político a una sola persona me parecía algo inusitado. No es raro que haya triunfos por más de 50% en democracias maduras, pero lo que se vota en esos casos es a fuerzas políticas organizadas, con ideología y prácticas políticas claras, con disciplina. Lo que votaron los mexicanos el 1 de julio pasado fue dar todo el poder a una persona. La ola fue tan grande que elevó a puestos políticos de importancia a todo tipo de personas. Unos pocos son políticos profesionales, otros son arribistas, unos más son absolutos incapaces y, lo más grave, otros son promotores de la destrucción latinoamericana. Bolivarianos, suelo
llamar a estos últimos. Revisando el pasado, encuentro un caso similar a México 2018: Argentina 1946. En febrero de ese año, Juan Domingo Perón fue elegido presidente con 52.8% de los votos, encabezando un partido que había fundado seis meses antes. Curiosas coincidencias. Perón gobernó hasta 1955, cuando fue exiliado tras un golpe militar. Aunque regresó al poder en 1973, por unos pocos meses, lo relevante de su herencia fue el Peronismo, una idea política populista que atraviesa todo tipo de ideologías, y ha llevado al poder a personas tan disímbolas como Menem y Kirchner.
Aunque para muchos Perón simboliza el populismo latinoamericano, a mí me parece que el inicio de ese tipo de políticas en este continente ocurrió con Lázaro Cárdenas. Con grandes diferencias personales, sus herencias no son tan distintas: movimientos populistas que cubren todo, el PRI y el Peronismo no parecen morir jamás, sólo transformarse.
La nueva reencarnación del PRI, en Morena, guarda, sin embargo, grandes parecidos con los momentos fundacionales del Cardenismo y el Peronismo: centro único de poder, movilización permanente, ideología que atraviesa todas las facetas de la vida. Así definía Juan Linz el fascismo. Reitero: impedir el fin de la democracia, evitar la destrucción institucional, construir una alternativa. Un futuro exitoso para México, es decir, desarrollo, libertad y justicia, implica el fin del Cardenismo. Como en Argentina exige el fin del Peronismo. Ignoro si lo lograremos.