El Financiero

BLANCA HEREDIA

DESDE OTRO ÁNGULO

- Blanca Heredia @BlancaHere­diaR

López Obrador llegó al poder hace un año y ello nos impele apresurada­mente a hacer balances y cortes de caja. La tarea pudiera parecer sencilla, pero no lo es. Para empezar, uno de los mayores cambios que ha traído su llegada al poder es que ha movido las coordenada­s y los referentes básicos a partir de los cuales nos habíamos acostumbra­do a pensar el gobierno y la política.

Un primer ejemplo claro y, al mismo tiempo, vistoso tiene que ver con que si bien AMLO asumió formalment­e el poder como titular del Ejecutivo federal hace siete meses, en los hechos empezó a ejercerlo desde el 2 de julio del año pasado. Su decisión de hacerlo y, sobre todo, su capacidad para marcar agenda e incidir en los comportami­entos de millones de persona antes de asumir formalment­e el mando de las palancas de las institucio­nes gubernamen­tales, no es algo que sea “normal”, ya no digamos, frecuente.

La sola atipicidad del hecho in

vita a reparar en él. También nos obliga a plantearno­s preguntas que serían innecesari­as si la transición de gobierno entre Peña Nieto y López Obrador se hubiese ajustado a los patrones regulares. Entre otras, las siguientes. ¿De dónde viene esa prisa irrefrenab­le de López Obrador? Y, más importante: ¿por qué pudo empezar a conducir el gobierno antes de asumir su mando formal? ¿Qué nos dice eso de sus bases y recursos de poder? Y, finalmente, ¿qué cosas nos sugiere el hecho sobre el Estado, los anclajes y los resortes del poder político en el México de hoy?

La abdicación anticipada de Peña Neto contribuyó, sin duda, al ejercicio anticipado de la presidenci­a por parte de AMLO. Pero esa capacidad de mando que rebasa los tiempos y formas marcados legal e institucio­nalmente sugiere, también, otras cosas. Visibiliza, por ejemplo, la tracción de componente­s del poder político que rebasan a las institucio­nes políticas formales, así como al podrido conjunto de prácticas y simulacion­es que (medio) permitiero­n gobernar al país en los tiempos recientes. Me refiero a esas fuentes del poder político (no muy presentes en el país en las últimas décadas y, por ello, quizá medio olvidadas en la reflexión y el análisis) que tienen que ver con la potencia de lo simbólico, lo discursivo y lo emocional, en especial cuando estos elementos logran construir un relato capaz de darle voz a las experienci­as, intereses y sentimient­os de una mayoría de gobernados no representa­dos, articulado­s o movilizado­s por las institucio­nes políticas formales existentes y, tampoco, por los actos y las formas del poder dominantes en México durante más tres décadas. Para decirlo rápido, la capacidad de AMLO para ejercer como Presidente varios meses antes de asumir formalment­e el puesto tiene que ver con tres elementos centrales. Primero, su fuerte conexión personal con mayorías largamente excluidas en lo económico, lo social y lo político, así como su muy vasto y directo conocimien­to sobre sus carencias, necesidade­s y valores. Segundo, su habilidad para emplear lo discursivo, lo simbólico y lo gestual como vehículo privilegia­do para darle voz a esas mayorías y, con ello, crear un nuevo acervo de poder político orientado a reequilibr­ar el balance del poder social en el país en favor de los más olvidados y necesitado­s. Tercero, la debilidad lastimosa de las institucio­nes políticas formales y los arreglos políticos informales tradiciona­les para darle rieles efectivos al gobierno, dada su desconexió­n cada vez más completa con las necesidade­s y aspiracion­es de la mayoría de los mexicanos.

La debilidad de las institucio­nes políticas formales existentes (con todo y su mexicanísi­mo aparato de simulacion­es y arreglos mafiosos) para dar sustento al gobierno efectivo, así como para acotar a los encargados de dirigirlas –incluyendo a López Obrador–, pudiera indicar que el viejo balance de poder social detrás de esas institucio­nes, que se sentía tan seguro de serlo a perpetuida­d, entró en crisis terminal, y que el poder de AMLO es, justa y precisamen­te, la expresión de esa crisis y, en el mejor de los casos, la oportunida­d para superarla en beneficio no sólo de unos cuantitos, sino de todos. Es complejo hacer un balance de nuestro último año con AMLO al frente, pues no se trata de un nuevo gobierno más. Abundan los indicios de estamos delante de una mutación mayúscula en las formas y, también, de un cambio de fondo sin vuelta atrás. De una transforma­ción que por su profundida­d y alcances entraña – inevitable­mente– costos y riesgos (en especial para los beneficiar­ios del régimen político, social, económico y cultural que el gobierno de López Obrador parece empeñado, primero que nada, en desmantela­r), pero también oportunida­des muy importante­s para rearmar al país sobre bases más justas y posibilita­doras para todos. No es fácil hacer un simple corte de caja, en suma, porque para evaluar transforma­ciones de fondo no sirven demasiado los lentes y las métricas que habíamos dado por ciertas y únicas. Antes de hacer balances rápidos, habría que intentar entender y, para ello, resulta indispensa­ble pensar y, sobre todo, repensar.

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