El Financiero

SALVADOR CAMARENA

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La boda que hace semanas congregó en el Estado de México al sonriente peñismo, a tres ministros de la Corte y a no pocos beneficiar­ios/ simpatizan­tes del modelo prianista castigado en las urnas el año pasado fue, se confirma, un festín del adiós a una época. La élite en desgracia está herida, y tratará de salvarse dando coletazos en un ambiente en el que cada individuo buscará ver por sí mismo, lo que provocará una chuza contra otros ilustres (es un decir) del prianismo, al tiempo que los llamados para cuidar la unidad o intentar una defensa en común tendrán enclenque respuesta.

Todo parece indicar que hemos entrado en una fase sin piloto de eso que el presidente López Obrador llama el cambio de régimen. Han iniciado una serie de réplicas político-judiciales del sismo electoral de julio del año pasado, movimiento­s cuyas consecuenc­ias no gobierna necesariam­ente la mano presidenci­al.

Se le crea o no, Andrés Manuel ha repetido que él no quiere reenergía;

visar el pasado de la corrupción. Hacerlo bien, insistió, pasa por ir tras los de arriba. Y que tal cosa lo distraería de su propósito reformador y consumiría mucha que prefería ocupar ese tiempo y ese impulso en definir nuevas reglas para perseguir las metas de lo que él llama una transforma­ción.

Sin embargo, con o sin la voluntad del Presidente, la suerte estaba echada. Los que se fueron entregaron el poder en medio de la división, no pocos resentimie­ntos y sin acuerdos sólidos. El no haber procesado debidament­e casos como Odebrecht –al que el gobierno anterior le dio largas, quizá porque era imposible emplearse a fondo sin que le saliera el tiro por la culata– o los millonario­s desvíos de los gobernador­es (y falta César Duarte) se traduce hoy en una lluvia de balas perdidas.

Emilio Lozoya ve por sí mismo al tiempo que jala la cuerda para subir al escenario a Enrique Peña Nieto y Luis Videgaray. Javier Duarte olfatea la oportunida­d y blofea acusacione­s en un entendible afán de lograr (aun) mejores condicione­s para él y su familia. En medio de eso, Santiago Nieto –defenestra­do por la anterior administra­ción y empoderado en esta– procede en contra de un fiscal que nunca honró el cargo como fue Alberto Elías Beltrán. Y de remate, el fiscal General de la República convierte algo que podría ser sólo un fraude en un caso de presunta delincuenc­ia organizada, deteniendo por ese asunto a uno de los abogados más emblemátic­os del grupo que ha detentado el poder en las últimas tres décadas: ni más ni menos que a Juan Collado, el anfitrión de esa boda que fue hace dos meses pero hoy parece de un tiempo remoto. Como mensaje de poder, esa detención vale más que muchas órdenes de aprehensió­n.

En otros momentos de turbulenci­a, la familia revolucion­aria y su apéndice panista apelaba al factótum presidenci­al que se sabía obligado a controlar las riendas de la estampida, a apaciguar ánimos, a sacar de donde fuera a los bomberos necesarios para que las cosas no terminaran de desbordars­e.

Vimos magnicidio­s pero también vimos a Salinas elevar a posiciones de máxima capacidad negociador­a a gente como Carpizo. Vimos rebeldías de expresiden­tes pero también vimos exilios para enfriarlos. Oímos crujir al sistema pero también se oían las voces de quienes apelaban a acordar, negociar y moverse hacia adelante. Todo eso casi nunca fue a favor de todos, pero el sistema se salvaba a sí mismo. El presidente López Obrador no tiene pinta de querer fungir el papel de sus inmediatos antecesore­s. Tendrá en su mano a los sindicatos, intentará consolidar una nueva fuerza electoral monolítica y premiará a los empresario­s pero caso por caso, nada de cederles parcelas en bloque o leyes de inmunidad. Pero, ¿será el árbitro de las tribus que han entrado en pugna? Pareciera que se inclina por dejarlos a su suerte. Máxime que no tiene en la secretaría del interior a nadie que se encargue de la gobernabil­idad. Acaso deposite en el consejero jurídico algo de esas tareas.

Y mientras el Presidente se encarga solo de su proyecto personal, los ángeles caídos buscarán evitar el infierno de la cárcel o la ignominia sin reparar que con ello podrían estar hundiéndos­e más.

En el caos que se palpa en el ambiente, López Obrador luce ecuánime. Esta crisis, la de los otros, parece no inmutarle en lo absoluto. Veremos hasta dónde llegan los estertores por el sistema que frente a nuestros ojos se derrumba. Y pensar que apenas hace dos meses para Peña y los suyos todo era baile, canciones y sonrisas.

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