Inversión y crecimiento: ¿un callejón sin salida?
Hasta ahora, la discusión sobre el crecimiento se ha concentrado esencialmente en las medidas de política pública tomadas por la actual administración y su impacto en los diferentes indicadores macroeconómicos y el clima de inversión y de confianza que, como es evidente, ha sufrido un deterioro severo. Pero supongamos, en un ejercicio contrafactual, que de pronto aparecieran como por arte de magia la sensatez, el profesionalismo y el rigor en las decisiones técnicas ¿sería suficiente para superar las limitaciones estructurales que por décadas han mantenido el crecimiento de la economía nacional a niveles tan modestos? Probablemente, no. Veamos.
Hay evidencia que demuestra que un proceso competitivo de crecimiento económico sostenido se funda sobre todo en los incrementos en la productividad y los niveles de inversión de un país. Lo primero depende de la educación de alta calidad, el desarrollo de talento, la innovación, el emprendimiento y el progreso tecnológico, entre otras cosas. Lo segundo, de las oportunidades que el país ofrezca para invertir y la disponibilidad de recursos públicos y privados. Ese es el sentido de las orientaciones fundamentales de política económica y de las reformas estructurales que se impulsaron en los últimos años, cuya
pertinencia, por lo visto, parece vigente.
Las ideas e iniciativas más recurrentes en este aspecto específico parten de una hipótesis: la economía mexicana ha crecido a tasas por abajo de otras naciones de desarrollo medio lo cual se acompaña y explica por una débil formación bruta de capital fijo en comparación con economías de tamaño y características más o menos parecidas. En otras palabras: si no hay más dinero no se puede invertir más y si no se invierte más no se crece a gran velocidad. Hasta allí, suena lógico. Pero en México las cosas suelen ocurrir con frecuencia al revés que en el resto del mundo: aquí la inversión, en especial si es de mala calidad, no siempre empuja a la economía, y en ese trayecto la discusión se ha vuelto interminable entre los economistas.
Por ejemplo, el Consenso de Huatusco —las reflexiones de un grupo de economistas que solía reunirse bajo el liderazgo de Javier Beristáin, entre ellos, créalo o no, algunos buenos— encontró en 2004 que en las últimas décadas el coeficiente de inversión total había permanecido relativamente constante pero su contribución al crecimiento disminuyó notablemente, aunque a nivel regional la historia fue muy heterogénea. Entre 1960 y 1979 la inversión fue cercana al 20% del PIB y el crecimiento promedio anual, gracias al boom petrolero del final de ese período, fue del 6.5%. Entre 1980 y 2002 la inversión se mantuvo en niveles semejantes pero el crecimiento fue menor al 3%. Con datos más recientes, entre 2013 y 2017 anduvo por arriba del 22% y el crecimiento anual fue de 2.5%. Y en 2019 el porcentaje de inversión, al primer trimestre del año, es de 21.6% del PIB y el crecimiento se estima menor al uno por ciento. ¿Por qué? Las explicaciones pueden ser variadas porque donde hay dos economistas normalmente surge media docena (o más) de soluciones, a veces contradictorias entre sí, para un mismo problema.
En su momento, los de Huatusco concluyeron que buena parte de ese financiamiento fue a parar a proyectos inservibles e ineficientes y refleja que “para aumentar la tasa de crecimiento no se puede contemplar únicamente un incremento en la inversión como instrumento, sino su contribución a la productividad factorial global en México”. Otros, como el recién fallecido Jaime Ros y José Casar argumentaron (“Por qué no crecemos”, Nexos, octubre 2004), que para elevar el potencial de crecimiento de la economía era necesario cambiar la estructura productiva y promover “un nuevo patrón de especialización comercial basado en actividades de mayor intensidad tecnológica y en capital humano” como los mercados de capital de riesgo, las políticas de desarrollo tecnológico enfocadas a sectores nuevos o la inversión en programas de capacitación en nuevas habilidades. Algunos más, hoy cercanos al gobierno, ubicaron en la contracción del gasto público de los años ochenta y noventa una afectación “desproporcionada al gasto de capital y, por ende, al gasto de inversión en infraestructura”, no compensado por un “mayor gasto del sector privado” (Gerardo Esquivel, “¿Cómo crecer?”, Nexos, diciembre 2011). Y, más recientemente, algunos think tanks privados (IDIC), ha insistido en una “política industrial” deliberada que entre otras cosas esté vinculada a un sistema educativo de alta calidad y a la creación de “empresas nacionales de alto valor agregado” (https:// bit.ly/2G9Aowu).
En cualquier caso, y desde luego junto a una amplia batería de otras medidas, el punto central en la eficacia de la inversión es que ciertamente tenga un impacto positivo sobre el crecimiento. Esta es la clave, como muy bien señaló hace ya tiempo Michel Rocard, el antiguo diri
gente del Partido Socialista Francés: el fracaso de la izquierda es haberse estancado en creer que el pivote del crecimiento está en la redistribución más que en la producción de riqueza; es decir, no se puede distribuir más que lo que se produce, un empleo no es durable si no es económicamente productivo, y el Estado no está hecho para producir ni gestionar empresas: su tarea es, concluye Rocard, establecer y mantener las reglas del juego.
A nivel técnico, este es el callejón de una discusión a la que por lo pronto no se le ve salida rápida, y merece por tanto una reflexión más intensa y sofisticada que alimente una adecuada formulación de políticas públicas. Dicho de otra forma, suponer que los recursos adicionales derivados por ejemplo de la compactación del sector público o del ahorro presupuestal serán automáticamente funcionales para impulsar el crecimiento de la economía dependerá de una corrección profunda que cambie tanto el diseño como la composición y el ejercicio del gasto público a todos los niveles y sectores. Y a nivel político, en medio de un clima peligrosamente crispado, es urgente encontrar un espacio de convergencia entre el gobierno y sus opositores y críticos, para definir cuáles son objetivamente las mejores decisiones que es necesario adoptar en materia de inversión y crecimiento, antes de que sea demasiado tarde y tengamos una economía rota.
*Presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura. www.oei.es.